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l discurso de Emmanuel Macron en
el colegio de los Bernardinos, el pasado 9 de abril, a la conferencia episcopal
francesa no ha dejado a nadie indiferente. Su pretensión es restaurar los
vínculos entre la Iglesia Católica y la República francesa: "el vínculo se
ha dañado y nos toca repararlo". No gusta a la derecha
("electoralismo", dice M. Le Pen), ni a la izquierda ("delirio
metafísico", según Mélanchon; "ninguna fe debería imponerse a la ley",
cree O. Faure). A los obispos franceses los interpela Macarrón de que Francia
necesita a la Iglesia Católica. Lo temporal no debe negar lo espiritual. Termina
este rápido resumen, estableciendo su concepto de laicidad: "es el respeto absoluto y el compromiso con todas las
leyes de la República. Esta es la laicidad, ni más ni menos". Una
conclusión nada sorprendente, por cierto.
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Si pasamos a España, la laicidad,
que todavía, desgraciadamente, no existe y en Francia empieza a estar en
peligro, se fundamenta en unos valores constitucionales compartidos, que
vertebran la sociedad: libertad, justicia, igualdad y pluralismo político. Son
derechos de la ciudadanía, que resolverá la cuestión permanente de las dos
Españas. La dignidad humana o de la persona sólo puede protegerse haciéndola
sujeto de derechos inviolables. ¿Dónde se dice que hay que excluir a las
religiones, o combatirlas, o minusvalorarlas? Nada de esto proclama la
laicidad, lo que hace es someterlo todo a la ley en una fundamentación democrática. Nuestra Constitución
proclama la libertad ideológica, religiosa y de culto.
La política no puede abortar la
expresión de las ideas de los ciudadanos, ni coaccionar a nadie por ello.
Tampoco impedirá la libertad religiosa y de culto. No veo problema, pues. Nadie
podrá inmiscuirse en la conciencia de nadie, porque se debe respetar la libertad de conciencia. Lo que no
puede aceptarse es una religión de Estado en un Estado laico, precisamente. La
religión no puede inmiscuirse en la vida pública, por lo que debe tener un
cuidado exquisito en sus actuaciones a este respecto. En cambio, aquí quedan
todavía muchos nostálgicos que siguen afirmando que fuera de la Iglesia no hay
salvación. Otros nos recuerdan las
raíces cristianas de Europa.
Sigo sin ver dónde se encuentra
el problema, aunque, quizás, una de las claves para interpretar el discurso de
Macron sea su petición a los católicos de "que se comprometan
políticamente" porque "su fe es algo que la política necesita".
Se trata de una llamada de atención directa sin que se le mueva un solo
músculo. El presidente necesita los votos de los católicos, así que tiene que ganárselos.
Huele a cierto cinismo. Por desgracia -y por suerte- los caminos de Dios son
inescrutables. Definitivamente, Macron va, sin duda, a contramano.
No me cabe duda de que Macron
conoce bien la actuación de la Iglesia, tan diplomática siempre, por eso su
tratamiento lo plantea en el mismo terreno y apoyando su argumentación en el hecho cultural mismo. Un laicista
francés, buen amigo, me decía no hace demasiado tiempo que en Francia siempre
actúan de manera parecida: apoyarse en lo cultural para promover la enseñanza
de la religión en la escuela. Macron lo muestra con referencias expresas a
Bernanos, Claudel, Mauriac, Mounier, De Lubac, Ricoeur, Simone Weil, y otros.
Igualmente se refiere a la sabia
católica que ha dejado la religión en los franceses y a la gran tradición
cristiana que no puede eliminar la secularización.
También al humanismo realista, la búsqueda de sentido y la solidaridad, a la no
renuncia al absoluto y a la sed del mismo. En fin, se trata de un lenguaje que
se creía desaparecido en la boca de un presidente del gobierno de la República
francesa.