domingo, 31 de mayo de 2020

El gran majadero


Creo que los Estados Unidos no han tenido nunca un presidente de tan baja estatura intelectual y moral como el actual. Desde que inició su mandato no ha dejado de sorprender con sus declaraciones, que considerará magníficas y brillantes, aunque no pueden ser más estúpidas. Está dotado de tal soberbia que no acepta la mínima sugerencia sin fulminar al proponente, incluso siendo de su equipo. Cuando habla el presidente sólo queda escuchar y acatar lo que se dice.

Para poder entender a Trump hay que recordar que las próximas elecciones, en las que tiene que revalidar su mandato, se encuentran a seis meses vistos. También, que los norteamericanos se inclinan por votar a quien sepa solucionar las cuestiones económicas. Pues bien, ahora la situación económica no se encuentra en su mejor nivel. En poco más de un mes se han apuntado al paro 30 millones de estadunidenses y, por tanto, se ha destruido el empleo creado desde la crisis de 2018. También se ve a gente en la cola, esperando que les den comida gratis. De no haber recuperación, Trump puede perder. Ganará la reelección si la economía se recupera. De lo contrario, estaría en peligro. De aquí que se encuentre desesperado. Esto le lleva a transitar desde la financiación a la medicina. Trump ha sido hasta ahora un buen financiero y necesita ser un buen sanitario. ¿Cómo conseguirlo? Mediante la intervenciones técnicas en la Casa Blanca.

Aquí empieza a actuar como médico. Primero dice que el coronavirus es una simple gripe (un catarrito, una gripecita, que se cura con una sopita, según Bolsonaro). Luego, viendo la gravedad, asegura que todo está bajo control. A un periodista que le pregunta le espeta que su canal es una farsa. Después precisa que desaparecerá en verano "como si fuera un milagro" y no regresará en otoño con el frío. En Bielorrusia, su presidente Lukashenco afirma que se cura con vodka y saunas. Con la muestra se confirma la afirmación de Cicerón en sus cartas Ad familiares (2. 22. 4):  Stultorum plena sunt omnia (todo está lleno de necios).

Trump propuso también la cloroquina como fármaco eficaz para tratar el coronavirus. Los médicos que le acompañaban entonces le decían que eso no tenía evidencias científicas, pero él seguía con su tema: "Un amigo me ha dicho que ha mejorado después de tomársela, quién sabe". El director del organismo encargado de desarrollar una vacuna ha sido destituido por decir que se investigara en algo seguro, no en cloroquina. Y a la directora del Centro Nacional de Enfermedades Respiratorias la relegaron en sus funciones por declarar que había que prepararse para fuertes cambios en la vida diaria. Otros saben sostener el obstáculo. Por decir que el invierno será peor para la epidemia, Trump pidió al doctor Fauci que corrigiera estas declaraciones, porque le habían entendido mal. Se las arregló para decir que peor no, sino más difícil, porque coincidirían el corona virus y la gripe común.


Pero el episodio que ha coronado las barbaridades sucedió el pasado 24 abril. Decía Trump que estaba interesado en averiguar inyectando un desinfectante como la Lavandina se podría curar el coronavirus. Después se fue a la aplicación de luz y calor. Preguntó a la Coordinadora de su equipo sanitario, la doctora Deborah Birx, si había oído algo sobre esto. Ella contestó que como tratamiento sanitario no valía. El desinfectante, dijo Trump "lo bloquea en un minuto, en un minuto". Habría que comprobar si funciona.

Ante la lluvia de críticas por estas fantasías, propias de un psicópata, dijo a los periodistas que había querido hacer una broma. Formulaba la pregunta "de manera sarcástica" con objeto de "ver qué pasaba". Así quiere dar por cerrado el asunto. Ahora ha suspendido las comparecencias con la prensa, porque no hace más que preguntas hostiles y no informan. Médicos y empresas sanitarias piden que no se tomen a la letra las palabras del presidente. Parecen propias no del presidente del país más avanzado tecnológicamente, sino de un tercermundista. Hay quien lo llama imbécil. Otros no creen en la ciencia, sino en la fe. Un obispo de Iglesias evangélicas en Brasil proclama que el coronavirus se vence con coronafé. Y otro dice que es la estrategia de Satanás para meter miedo.

Las consecuencias de tales declaraciones irresponsables no se han hecho esperar. Muchos preguntan por la viabilidad de los fármacos anunciados. Algunos los han tomado ya y han muerto o están intoxicados. La empresa del desinfectante Lysol ha pedido que no se tome el producto, que puede ser mortal. El comentario sarcástico ha traído consecuencias muy graves. El poder absoluto puede quebrar la democracia y acabar con la libertad y Trump lo tiene, desde luego, y lo emplea a diario. Esta situación es preocupante y tendríamos que reflexionar. Alguien que pierda la razón en la Casa Blanca tiene en sus manos recursos tecnológicos de última generación para destruir el mundo, si no le tiembla la mano. ¿Cómo es posible que tengamos que depender de tales personajes?

Julián Arroyo Pomeda

Dos formas de vida distintas e incompatibles



A quien no quiera recordar la historia esta misma se encargará de proporcionarle el castigo merecido, que le conduce a su permanente repetición, sin poder poner en marcha la mejor cualidad del espíritu humana, que es la capacidad de corregir sus errores y rectificar equivocaciones a través de la experiencia y su interpretación en medio de la discusión. Todos tendremos que lamentar lo que nos perdemos con ello, desgraciadamente.

Historia, maestra de la vida

Cicerón es una de las referencias a las que acudimos siempre, merecidamente. Fue un hombre comprometido, que hizo frente incluso a conspiradores peligrosas para salvar el Imperio romano de constitución republicana, en el que veía la institución que ponía el poder al servicio del pueblo. El Senado y el pueblo romano fue el lema acuñado entonces, cuyos ecos todavía resuenan y pueden verse en el frontispicio de muchos monumentos. El estadista Cicerón todavía puede seguir enseñándonos en el siglo XXI, quién lo iba a decir.
[www.europeana.eu]
En uno de los lugares más citados (De Oratore, II, 9, 36) se puede leer: "La historia misma, testigo de los tiempos, luz de la verdad, memoria de la vida, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad". La referencia no tiene desperdicio. En la historia tenemos el único y mejor testigo de los tiempos pasados. Ella es el faro resplandeciente que puede iluminar nuestra aproximación a la verdad. Es el recuerdo de lo que se ha vivido y nos dice cómo ha sido la antigüedad pasada. Pues bien, ¿qué nos enseñara historia? Entre otras cosas, una fundamental: que no hay civilización sin contribuir al bien común.

Ahí queda esta concepción hasta que a comienzos del siglo XIX se impuso otro pensamiento, la actitud liberal, hoy tan en boga, que defiende frente al bien común los derechos e intereses individuales, que el Estado tiene que proteger, porque para eso está puesto, esta es su función. Los individuos son libres para tomar sus decisiones y actuar en función de sus propios intereses. Ahora se acuña otra fórmula: el Estado tiene que dejar hacer y dejar pasar. La iniciativa individual es la que cuenta y el deber del Estado es garantizarla.

Laissez-faire

Se trata de dos concepciones contrapuestas para las que se establecen capacidades y virtudes de realización distintas. Las virtudes del liberalismo decimonónico impulsan el interés del individuo, sus egoísmos, que en el fondo crean riqueza y contribuyen al bien de la nación. La base de esto es poder decidir, es decir, la afirmación de la libertad, sin que nadie se inmiscuya en sus decisiones y mucho menos el Estado y su gobierno. En este principio se encuentra la riqueza de las naciones: prosperan cuando el individuo trabaja en interés propio, según Adam Smith. La economía capitalista, de libre mercado, o liberalismo económico, en el que el trabajo es la base de todo.

La benevolencia del carnicero, del cervecero o del paradero no nos permite comer, sólo funciona todo cuando se ocupa de cuidar de sus intereses personales, porque tiene que vender lo que han producido, si quieren mantener sus negocios. Una "mano invisible" hace que el propio interés y repercuta en el interés social común, aunque sólo fuera por puro egoísmo. Lo bueno para el individuo también lo es para la sociedad.

La radicalización de todo esto se encuentra en el neoliberalismo de los economistas de las escuelas de Austria y Chicago en los años 70.

Liberalidad y humanidad

Volvamos a la antigua Roma. Aquí también defendieron el liberalismo, pero de otro estilo bien diferente. El término liberalismo procede de ‘liber’ con el significado de ‘libre’ y ‘generoso’. Luego aparece ‘liberalis’, que es lo propio de una persona libre. Finalmente, ‘liberalitas’ ‘liberalidad’, como actuación de la persona libre. En Roma ‘libre’ era el ciudadano frente al esclavo, dependiente de un amo para el que trabajaba. Y en la República (res publica), como lo público o lo colectivo, había que tratar a los ciudadanos (cives romanus) con liberalidad, es decir, de manera noble y generosa, pero nunca egoísta. Lo que mantiene la sociedad es un comportamiento propio de la liberalidad, que incluía los actos de dar y recibir. Se trata de poner los bienes útiles a disposición de lo general (dar), recibiendo los servicios necesarios.

Este dar y recibir de forma generosa y desinteresada, pensando en el bien común, vinculaba a los ciudadanos, porque me obliga, igualmente, a devolver los favores que he recibido. Solo porque he recibido tengo que dar, a mi vez. Además de esta liberalidad, los ciudadanos necesitaban de una educación en las artes liberales, que los preparaba para actuar en la sociedad, ejerciendo en ella las propias virtudes, es decir, la humanistas, que significa tener una actitud humana con los conciudadanos. Estas eran las verdaderas riquezas de la nación romana, que les llevaba hacia una actitud moral, superando el interés individual e impulsando el civismo. Para la antigua Roma esta importante educación era la educación liberal.

Julián Arroyo Pomeda

Hay esperanza



"La filosofía tendrá que... saber de la esperanza, o no tendrá saber alguno" (E. Bloch, El principio esperanza).

Que un poco más de media España haya pasado de la fase cero a la uno es una gran alegría para la gente de bien. De la otra mitad, unos se han resignado, tomando buena nota de lo que aún les falta, y otros muestran su gran enfado, porque dicen que cumplen con los parámetros establecidos, pero el mando único los ha aplicado subjetivamente. En mi opinión, la decisión de los expertos de Sanidad es muy positiva, porque en adelante cada Autonomía ajustará sus niveles de aplicación para conseguir el pase a la siguiente fase. Y no se trata de llegar antes, sino de hacerlo bien, con garantías de mantener el avance sin necesidad de volver atrás.

Los agoreros siguen manifestando desacuerdos, pero el avance es innegable en función de los criterios establecidos. La epidemia está siendo controlada poco a poco, por lo que la metodología empleada ha sido correcta. Siempre se pueden hacer las cosas mejor, cierto, pero también es verdad que lo mejor es enemigo de lo bueno. No se puede echar la culpa a un impersonal ‘se ha actuado mal’, sino que deberíamos decir ‘hemos actuado mal’. Y aquí hay que meter a gobernantes, a toda la gente y a la sociedad en general.

¿Qué queda por hacer ahora? Creo que hay que proseguir el camino emprendido, cumpliendo cada uno con su responsabilidad. Quienes se saltan las normas, sean los que sean, son unos irresponsables o no saben lo que hacen. Formamos un colectivo, de modo que lo que realiza uno tiene consecuencias en el resto. Mis derechos individuales no pueden ser ejercidos en contra de la colectividad. Es un deber del Estado garantizarlo. No vale decir que cercena mis libertades, porque sólo quedan interrumpidas en el momento ante el bien común superior de la ciudadanía.

Tampoco son útiles las valoraciones chismosas contra los que se saltan la norma y luego decir que, si ellos lo hacen, por qué voy a ser yo tan tonto para llevarlas a raja tabla. Las normas se dan para cumplirlas y es un deber cívico hacerlo, precisamente ahora que estamos apreciando mucho más el civismo como un gran valor democrático.

Claro que hay que convivir con el virus, no vamos a estar siempre confinados. Todavía no se acaba el mundo, por eso hay que ir volviendo a la normalidad, pero también hay una cuestión de orden. Lo primero es controlar la epidemia y, cuando esto haya concluido, tiempo habrá de ocuparnos de lo segundo, es decir, de todo lo demás. En todo lo demás se encuentra la economía, que no merece el tratamiento único de ’es la economía, tonto’. Ahora se trata de las vidas salvadas como lo primero. Y después llegará el momento de construir una sociedad justa, sin hambre, ni explotación, ni alienación, por ejemplo. Hay que recordar que esto sigue sin hacerse y es grave, porque nos priva de la esperanza, que no trae necesariamente la globalización.

Hacer un mundo mejor no es ningún mito fundacional, ni una ideología mitológica, pero sí es un panorama utópico y humanista, que se nos abre. Es, acaso, un instrumento simbólico para actuar, haciendo del ser humano el sujeto básico de la esperanza, que nos puede iluminar. Cada vez más nos hunde la idea de la resignación, pero ¿por qué resignarse? No hay que hacerlo hasta que el ser humano sea libre. Y aquí no estoy pensando en las libertades individuales, formales y burguesas, adoptadas hoy por todos las democracias, sino de la auténtica libertad, que ya no necesita un para qué, sino que pone al hombre en el lugar que le corresponde, que no es ni la ceniza ni el polvo, sino la garantía de una vida humana plena y extensiva a la totalidad.

Esta posibilidad humana, que apunta al porvenir esperado, fue calificada por Ernst Bloch como "horizonte ontológico" que orienta a la transformación de la sociedad, porque ya es hora de hacerlo. En este sentido, me da igual esperar para creer que creer para esperar. De una manera o de otra se impone la praxis. "España tiene derecho a la esperanza", decía María Zambrano, y no al delirio, del que todavía muchos siguen haciendo bandera con ínfulas vigorosas, pero artificiales y más que caducas. Si somos personas prudentes no debemos hablar mucho, pero tampoco podemos callar ante lo irracional y las certezas contundentes, que algunos se empeñan en mantener. Así continúa el encarnizamiento y el odio entre nosotros.

En la actualidad, la esperanza no es optimista, hay que completarla con la ética de la responsabilidad por el futuro. Vana será la esperanza, si no la orientamos al futuro, continuando la vida en la tierra, mediante el respeto a la naturaleza. De lo contrario, caminaremos al desastre. Es el propio peligro incluido el que nos hará trabajar por el control de la pandemia, manteniendo de este modo la esperanza. Responsabilidad para poder tener esperanza. Sin responsabilidad, no será posible. Esto es fácil de decir, pero más difícil de cumplir. ¿Nos empeñaremos en no ser responsables cuando nos va la vida en ello?


Julián Arroyo Pomeda