A quien no quiera recordar la historia esta misma se
encargará de proporcionarle el castigo merecido, que le conduce a su permanente
repetición, sin poder poner en marcha la mejor cualidad del espíritu humana, que
es la capacidad de corregir sus errores y rectificar equivocaciones a través de
la experiencia y su interpretación en medio de la discusión. Todos tendremos
que lamentar lo que nos perdemos con ello, desgraciadamente.
Historia, maestra de la
vida
Cicerón es una de las referencias a
las que acudimos siempre, merecidamente. Fue un hombre comprometido, que hizo
frente incluso a conspiradores peligrosas para salvar el Imperio romano de
constitución republicana, en el que veía la institución que ponía el poder al
servicio del pueblo. El Senado y el pueblo romano fue el lema acuñado entonces,
cuyos ecos todavía resuenan y pueden verse en el frontispicio de muchos
monumentos. El estadista Cicerón todavía puede seguir enseñándonos en el siglo
XXI, quién lo iba a decir.
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En uno de los lugares más citados (De Oratore, II, 9, 36) se puede leer: "La historia misma,
testigo de los tiempos, luz de la verdad, memoria de la vida, maestra de la
vida, mensajera de la antigüedad". La referencia no tiene desperdicio. En
la historia tenemos el único y mejor testigo de los tiempos pasados. Ella es el
faro resplandeciente que puede iluminar nuestra aproximación a la verdad. Es el
recuerdo de lo que se ha vivido y nos dice cómo ha sido la antigüedad pasada. Pues
bien, ¿qué nos enseñara historia? Entre otras cosas, una fundamental: que no hay civilización sin contribuir al bien
común.
Ahí queda esta concepción hasta que a comienzos del siglo XIX
se impuso otro pensamiento, la actitud liberal, hoy tan en boga, que defiende frente al bien común los derechos e
intereses individuales, que el Estado tiene que proteger, porque para eso
está puesto, esta es su función. Los individuos son libres para tomar sus
decisiones y actuar en función de sus propios intereses. Ahora se acuña otra
fórmula: el Estado tiene que dejar hacer y dejar pasar. La iniciativa
individual es la que cuenta y el deber del Estado es garantizarla.
Laissez-faire
Se trata de dos concepciones contrapuestas para las que se
establecen capacidades y virtudes de realización distintas. Las virtudes del
liberalismo decimonónico impulsan el interés del individuo, sus egoísmos, que
en el fondo crean riqueza y contribuyen al bien de la nación. La base de esto
es poder decidir, es decir, la afirmación de la libertad, sin que nadie se
inmiscuya en sus decisiones y mucho menos el Estado y su gobierno. En este
principio se encuentra la riqueza de las naciones: prosperan cuando el individuo trabaja en interés propio, según Adam
Smith. La economía capitalista, de libre mercado, o liberalismo económico, en
el que el trabajo es la base de todo.
La benevolencia del carnicero, del cervecero o del paradero
no nos permite comer, sólo funciona todo cuando se ocupa de cuidar de sus
intereses personales, porque tiene que vender lo que han producido, si quieren
mantener sus negocios. Una "mano invisible" hace que el propio
interés y repercuta en el interés social común, aunque sólo fuera por puro
egoísmo. Lo bueno para el individuo
también lo es para la sociedad.
La radicalización de todo esto se encuentra en el
neoliberalismo de los economistas de las escuelas de Austria y Chicago en los
años 70.
Liberalidad y humanidad
Volvamos a la antigua Roma. Aquí también defendieron el
liberalismo, pero de otro estilo bien diferente. El término liberalismo procede
de ‘liber’ con el significado de ‘libre’ y ‘generoso’. Luego aparece ‘liberalis’,
que es lo propio de una persona libre. Finalmente, ‘liberalitas’ ‘liberalidad’,
como actuación de la persona libre. En Roma ‘libre’ era el ciudadano frente al
esclavo, dependiente de un amo para el que trabajaba. Y en la República (res publica), como lo público o lo colectivo,
había que tratar a los ciudadanos (cives
romanus) con liberalidad, es decir, de manera noble y generosa, pero nunca egoísta.
Lo que mantiene la sociedad es un comportamiento propio de la liberalidad, que
incluía los actos de dar y recibir. Se trata de poner los bienes útiles a disposición de lo general (dar), recibiendo
los servicios necesarios.
Este dar y recibir de forma generosa y desinteresada,
pensando en el bien común, vinculaba a los ciudadanos, porque me obliga,
igualmente, a devolver los favores que he recibido. Solo porque he recibido
tengo que dar, a mi vez. Además de esta liberalidad, los ciudadanos necesitaban
de una educación en las artes liberales, que los preparaba para actuar en la
sociedad, ejerciendo en ella las propias virtudes, es decir, la humanistas, que significa tener una
actitud humana con los conciudadanos. Estas eran las verdaderas riquezas de la
nación romana, que les llevaba hacia una actitud moral, superando el interés
individual e impulsando el civismo. Para
la antigua Roma esta importante educación era la educación liberal.
Julián Arroyo Pomeda
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