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domingo, 31 de mayo de 2020

Dos formas de vida distintas e incompatibles



A quien no quiera recordar la historia esta misma se encargará de proporcionarle el castigo merecido, que le conduce a su permanente repetición, sin poder poner en marcha la mejor cualidad del espíritu humana, que es la capacidad de corregir sus errores y rectificar equivocaciones a través de la experiencia y su interpretación en medio de la discusión. Todos tendremos que lamentar lo que nos perdemos con ello, desgraciadamente.

Historia, maestra de la vida

Cicerón es una de las referencias a las que acudimos siempre, merecidamente. Fue un hombre comprometido, que hizo frente incluso a conspiradores peligrosas para salvar el Imperio romano de constitución republicana, en el que veía la institución que ponía el poder al servicio del pueblo. El Senado y el pueblo romano fue el lema acuñado entonces, cuyos ecos todavía resuenan y pueden verse en el frontispicio de muchos monumentos. El estadista Cicerón todavía puede seguir enseñándonos en el siglo XXI, quién lo iba a decir.
[www.europeana.eu]
En uno de los lugares más citados (De Oratore, II, 9, 36) se puede leer: "La historia misma, testigo de los tiempos, luz de la verdad, memoria de la vida, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad". La referencia no tiene desperdicio. En la historia tenemos el único y mejor testigo de los tiempos pasados. Ella es el faro resplandeciente que puede iluminar nuestra aproximación a la verdad. Es el recuerdo de lo que se ha vivido y nos dice cómo ha sido la antigüedad pasada. Pues bien, ¿qué nos enseñara historia? Entre otras cosas, una fundamental: que no hay civilización sin contribuir al bien común.

Ahí queda esta concepción hasta que a comienzos del siglo XIX se impuso otro pensamiento, la actitud liberal, hoy tan en boga, que defiende frente al bien común los derechos e intereses individuales, que el Estado tiene que proteger, porque para eso está puesto, esta es su función. Los individuos son libres para tomar sus decisiones y actuar en función de sus propios intereses. Ahora se acuña otra fórmula: el Estado tiene que dejar hacer y dejar pasar. La iniciativa individual es la que cuenta y el deber del Estado es garantizarla.

Laissez-faire

Se trata de dos concepciones contrapuestas para las que se establecen capacidades y virtudes de realización distintas. Las virtudes del liberalismo decimonónico impulsan el interés del individuo, sus egoísmos, que en el fondo crean riqueza y contribuyen al bien de la nación. La base de esto es poder decidir, es decir, la afirmación de la libertad, sin que nadie se inmiscuya en sus decisiones y mucho menos el Estado y su gobierno. En este principio se encuentra la riqueza de las naciones: prosperan cuando el individuo trabaja en interés propio, según Adam Smith. La economía capitalista, de libre mercado, o liberalismo económico, en el que el trabajo es la base de todo.

La benevolencia del carnicero, del cervecero o del paradero no nos permite comer, sólo funciona todo cuando se ocupa de cuidar de sus intereses personales, porque tiene que vender lo que han producido, si quieren mantener sus negocios. Una "mano invisible" hace que el propio interés y repercuta en el interés social común, aunque sólo fuera por puro egoísmo. Lo bueno para el individuo también lo es para la sociedad.

La radicalización de todo esto se encuentra en el neoliberalismo de los economistas de las escuelas de Austria y Chicago en los años 70.

Liberalidad y humanidad

Volvamos a la antigua Roma. Aquí también defendieron el liberalismo, pero de otro estilo bien diferente. El término liberalismo procede de ‘liber’ con el significado de ‘libre’ y ‘generoso’. Luego aparece ‘liberalis’, que es lo propio de una persona libre. Finalmente, ‘liberalitas’ ‘liberalidad’, como actuación de la persona libre. En Roma ‘libre’ era el ciudadano frente al esclavo, dependiente de un amo para el que trabajaba. Y en la República (res publica), como lo público o lo colectivo, había que tratar a los ciudadanos (cives romanus) con liberalidad, es decir, de manera noble y generosa, pero nunca egoísta. Lo que mantiene la sociedad es un comportamiento propio de la liberalidad, que incluía los actos de dar y recibir. Se trata de poner los bienes útiles a disposición de lo general (dar), recibiendo los servicios necesarios.

Este dar y recibir de forma generosa y desinteresada, pensando en el bien común, vinculaba a los ciudadanos, porque me obliga, igualmente, a devolver los favores que he recibido. Solo porque he recibido tengo que dar, a mi vez. Además de esta liberalidad, los ciudadanos necesitaban de una educación en las artes liberales, que los preparaba para actuar en la sociedad, ejerciendo en ella las propias virtudes, es decir, la humanistas, que significa tener una actitud humana con los conciudadanos. Estas eran las verdaderas riquezas de la nación romana, que les llevaba hacia una actitud moral, superando el interés individual e impulsando el civismo. Para la antigua Roma esta importante educación era la educación liberal.

Julián Arroyo Pomeda