"La filosofía tendrá que...
saber de la esperanza, o no tendrá saber alguno" (E. Bloch, El principio esperanza).
Que un poco más de media España
haya pasado de la fase cero a la uno es una gran alegría para la gente de bien.
De la otra mitad, unos se han resignado, tomando buena nota de lo que aún les
falta, y otros muestran su gran enfado, porque dicen que cumplen con los
parámetros establecidos, pero el mando único los ha aplicado subjetivamente. En
mi opinión, la decisión de los expertos de Sanidad es muy positiva, porque en
adelante cada Autonomía ajustará sus niveles de aplicación para conseguir el
pase a la siguiente fase. Y no se trata
de llegar antes, sino de hacerlo bien, con garantías de mantener el avance sin
necesidad de volver atrás.
Los agoreros siguen manifestando
desacuerdos, pero el avance es innegable en función de los criterios
establecidos. La epidemia está siendo controlada poco a poco, por lo que la
metodología empleada ha sido correcta. Siempre se pueden hacer las cosas mejor,
cierto, pero también es verdad que lo mejor es enemigo de lo bueno. No se puede
echar la culpa a un impersonal ‘se ha actuado mal’, sino que deberíamos decir
‘hemos actuado mal’. Y aquí hay que meter a gobernantes, a toda la gente y a la
sociedad en general.
¿Qué queda por hacer ahora? Creo
que hay que proseguir el camino emprendido, cumpliendo cada uno con su
responsabilidad. Quienes se saltan las normas, sean los que sean, son unos
irresponsables o no saben lo que hacen. Formamos un colectivo, de modo que lo
que realiza uno tiene consecuencias en el resto. Mis derechos individuales no pueden ser ejercidos en contra de la
colectividad. Es un deber del Estado garantizarlo. No vale decir que
cercena mis libertades, porque sólo quedan interrumpidas en el momento ante el
bien común superior de la ciudadanía.
Tampoco son útiles las
valoraciones chismosas contra los que se saltan la norma y luego decir que, si
ellos lo hacen, por qué voy a ser yo tan tonto para llevarlas a raja tabla. Las normas se dan para cumplirlas y es un
deber cívico hacerlo, precisamente ahora que estamos apreciando mucho más
el civismo como un gran valor democrático.
Claro que hay que convivir con el
virus, no vamos a estar siempre confinados. Todavía no se acaba el mundo, por
eso hay que ir volviendo a la normalidad, pero también hay una cuestión de
orden. Lo primero es controlar la epidemia y, cuando esto haya concluido,
tiempo habrá de ocuparnos de lo segundo, es decir, de todo lo demás. En todo lo
demás se encuentra la economía, que no merece el tratamiento único de ’es la
economía, tonto’. Ahora se trata de las
vidas salvadas como lo primero. Y después llegará el momento de construir una
sociedad justa, sin hambre, ni explotación, ni alienación, por ejemplo. Hay
que recordar que esto sigue sin hacerse y es grave, porque nos priva de la
esperanza, que no trae necesariamente la globalización.
Hacer un mundo mejor no es ningún mito fundacional, ni una ideología
mitológica, pero sí es un panorama utópico y humanista, que se nos abre.
Es, acaso, un instrumento simbólico para actuar, haciendo del ser humano el
sujeto básico de la esperanza, que nos puede iluminar. Cada vez más nos hunde
la idea de la resignación, pero ¿por qué resignarse? No hay que hacerlo hasta
que el ser humano sea libre. Y aquí no estoy pensando en las libertades
individuales, formales y burguesas, adoptadas hoy por todos las democracias,
sino de la auténtica libertad, que
ya no necesita un para qué, sino que pone al hombre en el lugar que le
corresponde, que no es ni la ceniza ni el polvo, sino la garantía de una vida humana plena y extensiva a la totalidad.
Esta posibilidad humana, que
apunta al porvenir esperado, fue calificada por Ernst Bloch como
"horizonte ontológico" que orienta a la transformación de la
sociedad, porque ya es hora de hacerlo. En este sentido, me da igual esperar
para creer que creer para esperar. De una manera o de otra se impone la praxis. "España tiene derecho a la
esperanza", decía María Zambrano, y no al delirio, del que todavía muchos
siguen haciendo bandera con ínfulas vigorosas, pero artificiales y más que
caducas. Si somos personas prudentes no debemos hablar mucho, pero tampoco
podemos callar ante lo irracional y las certezas contundentes, que algunos se
empeñan en mantener. Así continúa el
encarnizamiento y el odio entre nosotros.
En la actualidad, la esperanza no
es optimista, hay que completarla con la ética de la responsabilidad por el
futuro. Vana será la esperanza, si no la orientamos al futuro, continuando la
vida en la tierra, mediante el respeto a la naturaleza. De lo contrario,
caminaremos al desastre. Es el propio peligro incluido el que nos hará trabajar
por el control de la pandemia, manteniendo de este modo la esperanza. Responsabilidad para poder tener esperanza.
Sin responsabilidad, no será posible. Esto es fácil de decir, pero más difícil
de cumplir. ¿Nos empeñaremos en no ser responsables cuando nos va la vida en
ello?
Julián Arroyo Pomeda