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domingo, 15 de abril de 2018

La laicidad según Macron



E
l discurso de Emmanuel Macron en el colegio de los Bernardinos, el pasado 9 de abril, a la conferencia episcopal francesa no ha dejado a nadie indiferente. Su pretensión es restaurar los vínculos entre la Iglesia Católica y la República francesa: "el vínculo se ha dañado y nos toca repararlo". No gusta a la derecha ("electoralismo", dice M. Le Pen), ni a la izquierda ("delirio metafísico", según Mélanchon; "ninguna fe debería imponerse a la ley", cree O. Faure). A los obispos franceses los interpela Macarrón de que Francia necesita a la Iglesia Católica. Lo temporal no debe negar lo espiritual. Termina este rápido resumen, estableciendo su concepto de laicidad: "es el respeto absoluto y el compromiso con todas las leyes de la República. Esta es la laicidad, ni más ni menos". Una conclusión nada sorprendente, por cierto.
[www.elpais.com]
En el intermedio, el presidente Macron, que recibió clases de filosofía, parece poner al margen la crisis económica, porque lo que nos golpea "es el relativismo... incluso el nihilismo". Vaya por Dios, hasta apela a la esperanza con palabras de Ricoeur. Claro, la fe nos salvaría de esta clase de contravalores y pondría en valor la dignidad humana. Frívolo me ésta resultando todo esto. ¡Qué fácil lo ve todo este buen hombre!

Si pasamos a España, la laicidad, que todavía, desgraciadamente, no existe y en Francia empieza a estar en peligro, se fundamenta en unos valores constitucionales compartidos, que vertebran la sociedad: libertad, justicia, igualdad y pluralismo político. Son derechos de la ciudadanía, que resolverá la cuestión permanente de las dos Españas. La dignidad humana o de la persona sólo puede protegerse haciéndola sujeto de derechos inviolables. ¿Dónde se dice que hay que excluir a las religiones, o combatirlas, o minusvalorarlas? Nada de esto proclama la laicidad, lo que hace es someterlo todo a la ley en una fundamentación democrática. Nuestra Constitución proclama la libertad ideológica, religiosa y de culto.

La política no puede abortar la expresión de las ideas de los ciudadanos, ni coaccionar a nadie por ello. Tampoco impedirá la libertad religiosa y de culto. No veo problema, pues. Nadie podrá inmiscuirse en la conciencia de nadie, porque se debe respetar la libertad de conciencia. Lo que no puede aceptarse es una religión de Estado en un Estado laico, precisamente. La religión no puede inmiscuirse en la vida pública, por lo que debe tener un cuidado exquisito en sus actuaciones a este respecto. En cambio, aquí quedan todavía muchos nostálgicos que siguen afirmando que fuera de la Iglesia no hay salvación. Otros nos recuerdan las raíces cristianas de Europa.

Sigo sin ver dónde se encuentra el problema, aunque, quizás, una de las claves para interpretar el discurso de Macron sea su petición a los católicos de "que se comprometan políticamente" porque "su fe es algo que la política necesita". Se trata de una llamada de atención directa sin que se le mueva un solo músculo. El presidente necesita los votos de los católicos, así que tiene que ganárselos. Huele a cierto cinismo. Por desgracia -y por suerte- los caminos de Dios son inescrutables. Definitivamente, Macron va, sin duda,  a contramano.

No me cabe duda de que Macron conoce bien la actuación de la Iglesia, tan diplomática siempre, por eso su tratamiento lo plantea en el mismo terreno y apoyando su argumentación en el hecho cultural mismo. Un laicista francés, buen amigo, me decía no hace demasiado tiempo que en Francia siempre actúan de manera parecida: apoyarse en lo cultural para promover la enseñanza de la religión en la escuela. Macron lo muestra con referencias expresas a Bernanos, Claudel, Mauriac, Mounier, De Lubac, Ricoeur, Simone Weil, y otros.

Igualmente se refiere a la sabia católica que ha dejado la religión en los franceses y a la gran tradición cristiana que no puede eliminar la secularización. También al humanismo realista, la búsqueda de sentido y la solidaridad, a la no renuncia al absoluto y a la sed del mismo. En fin, se trata de un lenguaje que se creía desaparecido en la boca de un presidente del gobierno de la República francesa.

 Julián Arroyo Pomeda