Vi la película de Polanski. Me
pareció grande en cuanto a su factura, la interpretación de los actores y la
solidez del guión. El director se mantiene a la altura cinematográfica de
siempre, aunque esta no sea su mejor obra, y maneja como nadie el enfoque del
cine clásico. Es magnífica su puesta en escena y el interés no decae en ningún
momento.
Polanski cometió una villanía
inclasificable hace más de cuarenta años, cuando violó a una niña de trece. Lo
reconoce, pero alega que el sexo fue consentido. Con esta edad no se puede
consentir nada y actuó como un auténtico descerebrado. Desde entonces lleva
pagando su pasado, aunque ha burlado la cárcel. Por eso comprendo muy bien que se considere una vergüenza la concesión del
premio César francés y que varias personas salieran de la sala, porque no
lo soportaron. La actriz Florence Foresti declaró que estaba disgustada (écoeurée) y que no perdona a Polanski.
Además, no es el único caso. Sin embargo, ¿qué podría hacer una Academia, si el
film había recibido más nominaciones que nadie, como dijo la directora Claire
Denis? La controversia estaba servida y la indignación fue sonora.
Los premios César del cine
francés distinguen las mejores películas y equivalen a los Oscar de Hollywood.
Desde su creación en 1975 se han ganado el prestigio internacional merecido y
la ceremonia de entrega constituye un espectáculo. Tampoco es la primera vez
que se lo dan a Polanski, aunque, probablemente, será la última. Algunos premios
han sido polémicos, pero lo que no pueden perder es el prestigio logrado de
trofeo emblemático.
Ahora bien, ¿hay que condecorar a un artista en virtud de la calidad de su trabajo,
aunque se haya mostrado miserable por sus actos humanos, o prescindir de la
calidad de una obra por el rechazo social que una persona provoca? Esto no
es fácil de resolver. De hecho Claire Denis y Emmanuelle Bercot no dudaron en
entregar el premio. Informamos de una votación, dice Denis, no emitimos un
veredicto. Y ante la pregunta de si entendía el gesto de las personas que se
ausentaron, contestó que no es insensible al dolor de los demás. La cuestión es
si valoramos una película magnífica o la persona que la filmó. Una cosa no
quita la otra, por supuesto. ¿Premiar a Polanski es dar una bofetada y echar un
escupitajo a las víctimas? Desde luego que la irracionalidad no puede triunfar.
Cualquier institución tiene la obligación de dar ejemplo. Roman Polanski lo
sabe, sin duda, por eso su película está planteada en términos de estructura
racional y no emocional. No se le puede negar inteligencia.
Ha hecho un gran cine, que puede llevarnos
a pensar lo extraña que es nuestra cultura, no sólo la actual, sino la de todos
los tiempos. Cultura es como el cultivo de nuestras capacidades mejores, pero
la cultura no es algo natural, sino que muchas veces está contra la naturaleza,
aunque igualmente pueda sublimarla. Este debate sigue abierto en la actualidad,
sólo hace falta ser un poco observadores para darnos cuenta de ello.
Personalmente, sí creo que la
película es acreedora de un gran Premio, otra cosa es que nuestra idiosincrasia
natural nos pida que dejemos que el autor se pudra en prisión. La violencia
actual contra las mujeres no permite el mínimo titubeo para dar un paso atrás.
Sería una injusticia colosal.
Lo que pasa es que a Polanski ya no se le puede sacar de su
contexto, que fue dramático, trágico y hasta siniestro: no se debe separar
la obra de su vida. Y en esta última hay veces en que uno es a la vez víctima y
verdugo. A él se le da mejor presentarse como víctima, ocultando lo de verdugo.
El paralelismo Dreyfus-Polanski es inevitable, aunque también hay que decir que
la película no se enfoca hacia el oficial, sino que aquí el héroe es Picquart,
un militar integro y lleno de nobleza, que sólo busca encontrar la verdad.
"Hacer una película como esta ayuda mucho. En la historia a veces
encuentro momentos que he experimentado, puedo ver la misma determinación por
negar los hechos y condenarme por cosas que no hice".
De otra parte, hay que reconocer
la valentía de Polanski para denunciar la corrupción del París del siglo XIX y
su política escandalosa con un férreo control militar. Esta situación supera el
fin de siglo y lo trasciende para ir más allá. Todavía hoy el antisemitismo
sigue vigente, así como el odio, las violencias y la intolerancia. Actualmente,
y más que nunca, la posverdad puede
destrozar la vida de cualquier persona, condenándola ininterrumpidamente.
Disfrutamos de más derechos que nunca, pero sobre el papel y de un modo
teórico, porque cada vez tenemos la posibilidad de acceder a menos. Las
desigualdades y servidumbres son el menú cotidiano sangrante. ¿Quién será hoy el Zola que lo denuncie,
incluso a costa de su propia vida?
No hay comentarios:
Publicar un comentario