Trabajando en el campo como agricultor nadie se hace rico. Hasta casi
mediados del siglo XX los agricultores subsistían, recogiendo sus productos
para el consumo familiar. En nuestra guerra civil el campesino propietario de
un trozo de terreno no se murió de hambre, porque consumía lo que él mismo
cultivaba. Poco después, la gente del campo huyó en desbandada en busca de las
fábricas de las grandes capitales. En ellas muchos lo pasaron todavía peor. Surcos,
la película de Nieves Conde, de 1951, presenta el éxodo rural a la vida urbana
y su difícil adaptación. Pronto la familia Pérez descubre la dureza de un mundo
implacable y Manuel, el padre, decide, entre la rabia, la ira y la tristeza,
volver al pueblo como fracasados. El título primero fue Surcos sobre el
asfalto, lo que resultó imposible.
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Desde el ingreso en la Unión Europea, en 1986, la agricultura tradicional
en España tuvo que modernizarse, pasando a los estándares de la producción
industrial para ser eficiente y competitiva. Los objetivos estaban claros, pero
faltaban las infraestructuras necesarias. Se ha avanzado mucho en técnicas y
maquinaria, pero competir con países del entorno no es nada fácil. Otra vez los
agricultores se han llenado de ira, porque la gravedad de la situación y los
conflictos comienzan a estallar con virulencia. Además, poco puede hacer
nuestro país ahora que está dentro de la Unión Europea, que es la que decide en
último término. Por tanto, hay que descartar soluciones individuales,
como quieren algunos.
La solución resulta complicada en la economía de libre mercado en la que
nos encontramos inmersos. Hay que empezar por hacer un informe serio y riguroso
de la situación. Esto corresponde al Gobierno, mediante el Ministerio de
Agricultura. Mientras tanto, hay datos injustos que deberíamos subsanar.
Que al productor se le pague menos de lo que le cuesta producir el artículo es
la ruina de la agricultura. Tampoco es aceptable que la Unión Europea
subvencione con grandes cantidades a los dueños de latifundios, aunque los
tengan improductivos. Las patronales de las grandes distribuciones de productos
no pueden estar concentradas en unos pocos mayoristas. Hay capitales en que la
comercialización está en manos de sólo tres empresas. El porcentaje de ventas
de los mercados tendría que ajustarse mucho más para que la diferencia entre lo
pagado al agricultor y la venta al consumidor no fueran tan grandes. Es
indignante que haya que pagar en el mercado ocho veces más de lo que vale un
producto, por ejemplo. La competencia entre productores no comunitarios, como
el libre comercio entre Marruecos y la Unión Europea, por ejemplo, resulta
indignante. ¿A quién está protegiendo realmente la Comunidad? Puede haber
igualmente problemas estructurales, por ejemplo, los de explotaciones pequeñas
que tendrían que concentrarse o desaparecer por ser inviables. Igualmente los
propios consumidores tenemos parte alícuota de responsabilidad. Las quejas por
las subidas de los pescados, especialmente en las anteriores Navidades, fueron
universales. Bastaría para resolverlo con que menos del 50% dejará de comprar
el producto, cambiando la dieta, pero no, se suele decir que un día es un día y
hay que celebrarlo.
El asunto de los intermediarios, comercializadoras y especuladores viene de
lejos. Muy bien los recogieron Los Sabandeños
en su Polka frutera. Un gran caballero, elegantísimo y orondo, sólo
pueden ser un intermediario en el negocio frutero, así como el que tiene un
palacio, un automóvil lujoso, un velero, un potentado, mientras que “yo soy un
pobre del campo, agricultor platanero”. ¿Y qué decir de los olivares de Miguel
Hernández, cuyos olivos son fruto del trabajo y el sudor y no del explotador y
terrateniente? Si se cierra el campo, desaparecerán los valores que han
caracterizado desde siempre a los labriegos.
Hay que arbitrar soluciones ante la emergencia social en la que estamos.
Uno no puede meterse en capacidades técnicas, pero algunas personas sí que han
sacado datos para poder afirmar que hay empresas con un margen de más del 20% y
otras incluso del 50%. Si esto fuera cierto, me parece una barbaridad.
Algo tendrían que poder decir en la fijación de precios productores y
consumidores, y no sólo las comercializadoras. La venta directa es ya posible
gracias a las tecnologías, pero la solución más cara, aunque igualmente de
mayor calidad de productos, y permite mantenerse a los agricultores.
¿Hay alguna explicación clara para entender que la agricultura funcione
bien y se encuentre en mejores condiciones para ofrecer los mejores productos,
mientras que al agricultor, como tal, le vaya tan mal como para no poder vivir
del trabajo agrícola? Creo que pasa lo de siempre: que unos se hacen
millonarios, mientras los productores directos, que dejan su vida y esfuerzo en
el campo, se arruinan más. Con la crisis económica han crecido los ricos
todavía más. Para dar sentido a las desigualdades están las ideologías,
según Piketty.
Julián Arroyo Pomeda