Los periódicos recientes recogen la noticia, entre sorprendente y
morbosa, de que la estadounidense Greer ha invertido sus ahorros en cirugía
estética para competir con Megham Markle, al parecer con éxito, ya que ahora se
siente princesa y ha extraído lo mejor de sí misma. Tiene tres hijas y la menor
la confunde con la mismísima Megham.
Habría que preguntar a esta mujer si sentirse bien por fuera
implica estar bien en su interior. En cualquier caso, resulta chocante que
alguien quiera ser no ella misma, sino otra, precisamente ahora que tanto se
reivindica lo individual y la identidad personal. Sólo sentimos la identidad mediante el reconocimiento de los otros.
Son ellos los que nos dicen quiénes somos, sin confundirnos con los demás.
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Para distinguirnos de los demás la naturaleza nos ha dotado
de rasgos personales propios, que se notan en el rostro, especialmente. Ni los
pómulos, ni la nariz, ni los ojos, ni los labios, ni la barbilla, ni el cuello
son iguales en los individuos, porque poseen características propias. Nos puede
confundir una silueta, pero no una cara vista directamente. Ahora bien, si nos
lo cambiamos todo para parecernos a un modelo determinado, distraemos a los
demás, cuando menos, porque estamos rebajando la identidad propia y así no
sabrán quiénes somos. Pensamos, a veces, cuanto se parece una persona determinada
a otra de su familia. Podrán ser prácticamente lo mismo, casi gemelas, pero no son
exactamente iguales, siempre hay alguna característica que las distingue. En
este caso parece que quisiéramos, incluso, borrarla.
Tales disonancias pueden producir contradicciones, ya que,
en el fondo, se traducen en un rechazo
del propio cuerpo con las consecuencias correspondientes y las distorsiones que
no ayudan nada a comprender el mundo y la realidad. La vida individual quedará
falta de autoestima. No me extraña que desde tales premisas todo termine bajo
sospecha. Lo dicho no importa reconocer la posible situación de ansiedad por la
que habrá pasado la señora Greer.
Julián Arroyo Pomeda
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