"Lo más duro y amargo para el
pueblo era la servidumbre". Aristóteles, Constitución de Atenas 2, 3.
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ué lejos estamos ya de la primera
convocatoria del 78 para la aprobación del referéndum de la Constitución. Hemos
cambiado mucho todos, probablemente para peor. Entonces se veían rostros
alegres y expresivos, especialmente en los barrios, donde nos conocíamos los
vecinos. Sentíamos, en general, que en adelante las cosas empezarían a ser muy
distintas. Estrenábamos la democracia, que nos inundaría del poder de la
libertad. Estábamos dispuestos a ejercer, igualmente, la correspondiente
responsabilidad personal y política. Era
ilusionante.
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En la convocatoria actual de
noviembre, sin embargo, las caras parecen mucho más serías y menos espontáneas.
Nos saludamos más circunspectos y sin poder evitar la preocupación y la
incertidumbre. Vamos con bastante desilusión. ¿Qué podemos hacer los ciudadanos
para que nuestros representantes gobiernen? Se amontonan los problemas y las
soluciones nos parecen difíciles, echándose encima como si quisieran ahogarnos.
Se impone la pesadumbre.
Se oyen voces que aconsejan que no nos
prestemos al juego una vez más. Se trata de que se presentan los mismos que nos
convocaron hace unos meses y después no fueron capaces de formar gobierno.
¿Antes no lo hicieron, pero ahora sí? La abstención pende en el horizonte
bastante tenebroso. ¿Vale la pena molestarse de nuevo? Otras voces dicen que,
cuando los ciudadanos son llamados al voto, su deber cívico es acudir a las
urnas. Ninguna razón puede desactivar la
responsabilidad ciudadana. Necesitamos hablar, lanzando el más claro
mensaje a los que se presentan: la política se hace cada vez más
imprescindible, no podemos pasar de ella, porque los organismos institucionales
de gobierno no dejarán por eso de aplicarnos normas y leyes. Si no
participamos, luego no podremos quejarnos. Los gobernantes dependen de nuestros
votos.
A pesar de haber cambiado tanto, las elecciones siguen siendo la fiesta
mayor de la democracia. Lo fueron antes y lo son también ahora. A una
fiesta se va a participar con la mayor alegría posible. Los invitados son
siempre importantes, sin ellos no se podría celebrar nada. Nuestros votos
deciden quiénes tienen que gobernar, porque son considerados los mejores y más
capaces para orientar las dificultades y poner todo su empeño en solucionarlas.
Si no lo consiguen, no se puede imponer la frustración: otros habrá dispuestos
a someterse a nuestro próximo veredicto. La educación y la cultura democráticas
así nos lo dicen. Es un gobierno de seres humanos, no de dioses, que tendrán
que someterse a las reglas y a las leyes, haciendo cumplir las mismas a los
ciudadanos por igual, dado que han sido legitimados para el gobierno, por lo
que no pueden abusar de su poder. Si lo hicieran, serían removidos de dicho
gobierno por el mismo pueblo que los eligió y ahora retira su decisión por la gestión
desacertada.
La democracia tiene que escuchar,
igualmente, la voz de las mujeres y la
de los jóvenes. Su participación no puede discutirse, así como el ejercicio
de sus derechos sociales, políticos y económicos, especialmente el derecho a la
igualdad entre géneros. Los jóvenes parecen escépticos ante el modelo de
democracia, pero son ellos precisamente los que tienen más posibilidades y
tiempo para conseguir los cambios necesarios. Tomar el relevo les corresponde a
los jóvenes inapelablemente por lo que deben trabajar en la construcción de las
mejores democracias y hacer que se oiga su voz. Los gobiernos tienen la
obligación de impulsar la Educación para
la democracia, lo de menos es la denominación que propongamos para ella,
pero cada vez parece todavía imprescindible su introducción escolar. Su
compromiso y participación es muy necesaria, de lo contrario se impondrá el
autoritarismo en el mejor de los casos. Es necesario potenciar las capacidades
de la juventud para que se implique en la política. Aquí nos encontramos con
expresiones juveniles que se deberían contener, por ejemplo cuando piden que
nos les hablen de política, porque no les interesa el tema. Las
elecciones confirman la democracia y la fortalecen. “Una papeleta de voto
es más fuerte que una bala de fusil”, dijo Abraham Lincoln.
Votaremos, pues, el 10 de noviembre
con normalidad y sin aspavientos, y seleccionaremos a los que consideremos
mejores. El pueblo tiene la última palabra, sintiéndose soberano y no siervo.
Los gobernantes tendrán que justificar sus acciones ante ellos, porque son los
únicos que pueden dar legitimidad al poder. Esto no es ninguna fragilidad, sino
la máxima fortaleza que cabe. En este caso hemos de proclamar no a las armas,
pero sí a las urnas, ciudadanos. Nada puede sustituirnos. Necesitamos poder
decidir como individuos. La política puede ser un buen instrumento para
resolver problemas. Participar en el voto es una medida que iguala a todos:
mujeres y hombres, ricos y pobres, cultos e incultos.
Julián Arroyo Pomeda
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