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domingo, 2 de diciembre de 2018

¿Autonomía o federalismo?



A
costumbran a decir los expertos en el tema que a la Constitución se le notan ya los 40 años, recién cumplidos. Su base fue la construcción de Estado de las autonomías, que ha funcionado hasta el momento, aunque los agujeros se estén notando ya. Paradojas de la existencia: se trataba de resolver la cuestión catalana y la vasca, principalmente, y, en menor medida, la gallega. Pues bien, las dos primeras comunidades son las que más incómodas se sienten ahora, porque, mientras todas las demás se han integrado, ellas no. ¿Entonces?
[Pactos autonómicos de 1981: www.youtube.com]
La organización territorial de España con el problema de las regiones se lo planteó la Segunda República (1931-1936), pero el régimen franquista yuguló sus instituciones del modo más brutal, estableciendo la unidad, el centralismo y el autoritarismo, violentamente. Todo quedó pendiente de resolver, volviendo a emerger en 1978 con la nueva Constitución. Por eso se firman los Pactos autonómicos entre el Gobierno de entonces (UCD) y la oposición (PSOE). La articulación territorial se concreta en el artículo dos de la citada Constitución: unidad indisoluble de España, más reconocimiento del derecho a la autonomía.

¿Qué obligaba a crear un Estado autonómico? Primero, la necesidad de descentralización, seguido de la democratización y, por último, la integración europea. Los tres contenidos se implican: democratizar el régimen permite descentralizarlo y así conseguir la aceptación de Europa. En su momento se discutió mucho el procedimiento para la autonomía, mediante los artículos 151 y 143. Las que entraron por el 151 fueron las que diseñaron el modelo de Estado, finalmente, las nacionalidades históricas: Cataluña, País Vasco y Galicia. Luego se generalizó a todo el territorio. ¿Se cierra así el proceso? No, porque unas comunidades piden más competencias y otras lo consideran como privilegios. El problema continúa.

¿Por qué no se llegó al Estado federal? Porque este une a muchos (federar es unir) y tanto unidad como centralización no se entendían ya. Por eso la solución fue la autonomía y el reconocimiento del autogobierno. Cuando esto no funciona en la actualidad, quizás se puede pensar en regiones federadas con la Nación Española como punto de unión. Se trata del federalismo, que funciona bien en Estados de Europa y en Estados Unidos de América. Mantiene la autonomía con mayor fuerza y todas sus ventajas, eliminando sus defectos. Se convierten así en verdaderos Estados. Antes no se pudo, ¿por qué no intentarlo ahora? El problema más grave es cómo alcanzar el consenso. Parece que los tiempos no van por esta línea de trabajo, así que de momento las cosas no tienen una fácil solución.

Julián Arroyo Pomeda



miércoles, 30 de noviembre de 2016

Ética en la sociedad pluralista actual

                              

1. El laicismo como disposición histórica
        
U
na tesis mantenida con vigor, no exento de nostalgia, por ilustres representantes de la confesión cristiana es que Europa sólo será Europa si se encuentra fecundada por el cristianismo, cuyas raíces han permanecido en las venas de la tradición. Siendo verdad tal fecundación, es, sin embargo, incompleta, por tratarse de una parte solamente. Desde el mundo medieval (por no remontarme mucho) hay constancia del debate entre la fe y la razón. Cierto es que en momentos tan importantes como el siglo XIII están equilibradas las posturas, pero también lo es que el siglo siguiente las problematizará definitivamente.

En el Renacimiento brillan con luz propia religión y humanismo, aunque el desmoronamiento del ideal de la cristiandad a finales del XIV contribuirá al incontenible despegue de la razón autónoma. La manifestación de fuerza por parte de Roma contra el Galileo científico es una expresión clara de que la institución religiosa se encontraba en un momento de cierto peligro.

El nacimiento del capitalismo traerá una nueva ordenación económica, seguida de importantes cambios sociales. Cuando se permita el libre acceso a toda la riqueza que los seres humanos puedan producir, las limitaciones religiosas y morales tendrán que ir cediendo terreno.

Las ideas de libertad sin límites, autonomía y tolerancia empiezan a cobrar fuerza. La razón, en cuanto instrumento configurador del universo que decide el destino del hombre mismo y organiza la realidad entera, aparece como instancia imprescindible y ya sin retorno.

En especial el siglo de la Ilustración permite "ejercitar el talento de la razón" (Kant), emancipándose de los muchos prejuicios imperantes, creencias o costumbres. A todo esto contribuye, quizás como ninguna otra, la que Platón denomina "ciencia de los hombres libres" (Sofista, 353 c).
El impresionante dinamismo de la cultura europea -cristiana, desde luego, pero no sólo- va superando así dialécticamente sus internas contradicciones. Las Luces, la Revolución francesa, o la conquista de las libertades no llevan, desde luego, el signo cristiano y, sin embargo, son hitos que empujarán incluso al cristianismo por un sendero mejor y de mayor progreso.

La marcha imparable de la historia hace que confluyan en ella proyectos de hombres europeos que se confiesan también judíos, musulmanes o protestantes. Y de otros que ni siquiera tienen confesión religiosa, porque son agnósticos o hasta ateos. En todos estos casos la organización de la convivencia es una necesidad perentoria.

[www.linkterna.com]
 ¿Qué es lo que ha ocurrido a partir del Renacimiento? Entre las varias acciones posibles, me interesa resaltar ahora una: la disposición de aquellos humanistas para organizar la vida en forma radicalmente distinta, que podemos denominar laica. Ni la divinidad, ni lo sagrado, ni la fe serán ya las guías y referentes, sino la razón humana, titubeante y perpleja, la mayoría de veces, pero dispuesta a construir con orgullo su propia dignidad profana. Ya el mundo moderno comenzó a reclamar sus legítimos derechos, para los que necesitó afirmar "este" siglo, apostando por la secularización.

El paradigma de esta concepción fue la Ilustración, en el siglo XVIII, que a) destacó a los sabios frente a los teólogos, b) reivindicó una moral autónoma, c) secularizó la historia y d) sustituyó al antiguo régimen -apoyado y legitimado por la Iglesia-, mediante la revolución francesa.

A partir de aquí la Ilustración se convirtió en el paradigma por excelencia de la organización del modo de vivir. Nacieron otros valores y referentes, que se manifiestan en la ciencia, el derecho, la economía, el Estado, la literatura y el arte. ¿Se puede organizar internamente la vida sin la apelación a lo trascendente? ¿Existen formas nuevas de racionalización y justificación de valores desde principios válidos?

Es preciso convivir con el pluralismo y el politeísmo de valores, poniendo en marcha la virtud de la tolerancia. ¿No habrá que hacer sobre esto una reflexión ética?

La contrapartida de semejante talante o disposición optimista ilustrada son las dos guerras mundiales de nuestro siglo, con la ruptura extrema de la organización de la convivencia. Hay un momento en que parece que sólo cabe tomar una decisión radical. En la película "Shadowslands" ("Tierras de penumbra") Joy lo expresa con gran precisión: "En el año 38 sólo había dos opciones: o eras fascista y conquistabas el mundo o eras comunista y lo salvabas".

Mucho más complejas resultan las situaciones en la actualidad, aunque puede que todo se reduzca simplemente a una cuestión de perspectiva religiosa (en términos muy amplios) o laica. En este sentido el laicismo será una doctrina que defiende que ni el Estado ni ninguna institución creada por él tiene que defender obligatoriamente alguna religión oficial. El ciudadano goza de libertad para elegir la religión que quiera o no elegir ninguna. La propia libertad entre ambas instancias conduce al Estado no confesional. Sucede así en toda organización política democrática.

En una situación democrática habrá siempre problemas y con­flictos que deben regularse y que se suelen originar por capri­chos, conveniencias y egoísmos para los que se invoca la libertad, desde luego mal entendida.

Otra cosa es la pluralidad, bien respetable, pero que no debería impedir el logro del bienestar moral para el pueblo. Ahora bien, este es un trabajo que nunca termina. Una cosa es que no estemos en una autocracia autoritaria y otra que la libertad sea una realidad en todos los ámbitos. El control de la opinión y la propaganda sí es un hecho. Y del empobrecimiento cultural y hasta económico no nos libra, sin más, la democracia, un ideal que no debe hacernos olvidar la realidad. Todo esto es una exigencia de la cultura moral de nuestra época.

2. ¿Laicidad o laicismo?

E
stos términos pretenden plantear la cooperación o la confrontación entre una visión laica de la realidad y otra religiosa. Unos entienden por laicidad la descripción del cristiano que no pertenece a la jerarquía de la Iglesia y actúa como ciudadano, proponiendo iniciativas en el mundo. Y por laicismo la doctrina que propugna una visión  del mundo en el que se elimina el referente religioso. No se trata de simple nominalismo, puesto que denominan a veces al laicismo como "mística del ateísmo", hablan de "laicismo exasperante", o cosas similares. En este sentido aceptan la primera denominación, mientras rechazan la segunda.

Sin embargo, la distinción es innecesaria. Basta conocer la historia para no sacar al laicismo de su origen, ni pretender una defensa de posiciones no fundamentadas. El laicismo no tiene como objetivo la eliminación de referentes religiosos, ni tampoco favorecer el ateísmo, sino organizar la sociedad -el Estado, la política, la economía, etc.- con fundamentos distintos de los religiosos, ya que se han separado Iglesia y Estado.
El laicismo defiende una ética de fundamento racional, que se expresa en acuerdos sobre normas preferibles mayoritariamente por los seres humanos con capacidades autónomas. Tal ética mantiene los ideales ilustrados de valores como libertad, solidaridad, justicia, igualdad, tolerancia, etc., es decir, todas las virtudes públicas que tienen su ámbito de desarrollo en la cara política de la modernidad, o sea, la democracia.

         "No tengo la fe de la que hablan otros hombres, pero sí tengo fe en el hombre. En su capacidad para sobreponerse a un mundo que él no ha creado. En su valentía y generosidad a pesar de tener solamente una vida. En su ambición de conocimiento, en su voluntad siempre puesta a prueba por las catástrofes, naturales o inventadas. En su riquísima imaginación estética y en su fortaleza plástica. En su voluntad de diálogo que, a pesar del combate, tampoco cesa.
        Por eso, hermanos, mi mundo es de este mundo. No amo a Dios, sino a la gente con sus míseras miserias ...
          Constantemente. Pues no podemos, ni debemos, ni queremos esperar la vida eterna, sino la eterna vida. En este sentido pensar el ateísmo al final del milenio significa ensayar otra vez nuestra vieja apuesta por este animal tan problemático como problematizador. El único animal tan capaz de tropezar en la misma piedra de nuevo y lanzarla otra vez" (Quesada, J., Ateísmo difícil. En favor de Occidente).

Así pues, podemos cambiar el mundo o, al menos, hacer que sus modificaciones dependen de nosotros mismos y de los pueblos que construyamos. Si desapareciera la democracia todo esto sería muy problemático. ¿No aceptaremos de buen grado la responsabilidad de trabajar en favor del desarrollo de los seres humanos?
La toma de decisiones sólo es posible (realmente) en socieda­des de pluralidad y libertad. En las demás, ¿qué sentido puede tener, si prácticamente todo está decidido de antema­no? Es en aquellas sociedades donde encontramos un campo abonado para ir plantando una cultura autónoma, individual y colectiva.

3. Ética (laica) en las sociedades pluralistas.

H
ablar de ética laica en las sociedades pluralistas podría resultar equívoco. Urge disolver equívocos, no vaya a pensarse que hay distintas éticas en tales sociedades. Ironiza Savater en su libro (El valor de educar, Ariel 1997, p. 75) con lo oído a un responsable del Ministerio de Educación, que la ética no puede enseñarse como una asignatura "porque cada cual tiene la suya". Más recientemente otro de los responsables parece defender una ética laica como la alternativa a la religión.

El equívoco viene por no distinguir entre moral y ética. Los valores morales mayoritariamente aceptados por el pueblo español (igualdad, justicia, tolerancia, pluralismo, etc.) están recogidos en su Constitución. Por aquí caminará la sociedad española. Otra cosa muy distinta es la reflexión acerca de los mismos. La moral de una sociedad consiste en los códigos de conducta que se encuentran en vigor y son seguidos por quienes viven en el ámbito cultural en que está situada. En cambio, la ética está siempre enmarcada en una necesidad de universalidad y, por ello, transciende toda cultura. Precisamente por esto puede analizar y evaluar los distintos códigos morales que han sucedido en la historia.

No hay más que una ética, que "es cosa de todos", puesto que consta de "principios racionales que todos podemos comprender y compartir" (Savater 1997, p. 77). Por eso la Reforma educativa la ha concebido como una materia común en la Secundaria obligatoria.

Una vez conseguido que la materia de Ética (o Valores éticos) pueda enseñarse en las aulas de Secundaria, puede verse que no se trataba de aprovechar una coyuntura más o menos oportuna. Había profundas razones de fondo para defender que los jóvenes debían reflexionar en la escuela obligatoria sobre la vida moral, y plantearse de manera autónoma qué valores tenían que ser asumidos en nuestra sociedad pluralista y democrática, en la que flota un politeísmo valorativo que, a veces, parece terminar en la indiferencia ante los mismos.

Muchos se preguntan ahora por qué el profesorado acepta tan positivamente la asignatura de Ética, cuando hasta hace bien poco era universalmente rechazada. Apuntan una razón espuria, la reducción horaria de las materias de filosofía. Pienso que se debe a que han percibido la concepción tan distinta del estatuto de esta materia. Se cree en ella, como tal, sin necesidad de subordinarla a ninguna otra a la que apuntalar y sostener.
Nadie negará a estas alturas que nos encontramos viviendo en una época secularizada y en una sociedad pluralista. Entonces habrá que ser coherentes con tal situación y sacar las oportunas consecuencias. ¿Qué puede ocurrir si Dios no existe? No deberíamos olvidar ahora la lúcida advertencia de Sartre en 1848: que no sirve una moral laica "que quisiera suprimir a Dios con el menor gasto posible" (J. P. Sartre, El existencialismo es un humanismo. Orbis, Barcelona 1985, p. 67).

El gasto consiste en la necesidad de crear y proponer valores nuevos a partir de la responsabilidad de los sujetos humanos y de su disposición para actuar con autonomía.
Tendrán que existir "diferencias" y "distancias", pero esto no es tan grave, si aceptamos la necesidad de la tolerancia como virtud ética y referente inevitable. Defender las convicciones que se consideran correctas es una obligación intelectual. Tolerar es respetar lo diferente por una razón intelectual profunda: que no hay un único punto de vista, ni una verdad absoluta. El "de omnibus est dubitandum" es también un principio de sabiduría y de humildad científica.

Los pueblos y los individuos que pertenecen a grupos sociales y culturas distintas han de convivir en el pluralismo. En efecto, democracia es pluralismo. Mas pluralidad de valores morales no puede identificarse con vacío moral. La reflexión sistemática sobre estos asuntos resulta inevitable para ir construyendo una ética civil, que prescinda de toda cosmovisión que la haría necesariamente dependiente y heterónoma. La ética es un asunto de los hombres y, por tanto, sólo puede ser autónoma. ¿De dónde partir para conseguir esto?
[www.mhuel.org]
Desde luego que hay que tener en cuenta la Ilustración. En cambio, a mi me parece que deberíamos ir más allá en la búsqueda de las raíces. Siendo muy cierta la inflexión producida en el siglo XVIII, se encuentra aquí una situación muy marcada, porque es cuando la ética se independiza precisamente de la religión.

La Europa nacida de raíces clásicas y cristianas está siendo atravesada cada vez más por interrelaciones culturales, de modo que la pluralidad se va realizando con mayor intensidad. Es precisamente ahora que arraigan las realidades culturales plurales, cuando son más necesarios principios universales comunes. Ellos permitirán la coexistencia de morales distintas y orientarán los posibles conflictos desde la tolerancia hacia lo que es diferente, pero también -y aun por ello- digno de respeto.

Una ética cívica planetaria está preparada para gestionar el pluralismo mundial, porque apuesta por la libertad radical de los individuos que les hace responsables de su propia autonomía. Paralelamente, la autonomía lleva a la independencia de toda otra instancia no racional. Esta es, pues, la base común en la que pueden brotar las muchas ramas de las diferencias. Una base común en la que converger rechaza de suyo cualquier moral única de carácter absoluto.

Tiene razón Nietzsche, cuando afirma que resta todavía por conocer "lo que constituye verdaderamente la moral". En efecto, hoy se ha generalizado hablar de una "ética mínima", con la excusa de aceptar el mínimo de normas a compartir en las sociedades pluralistas y democráticas. El peligro está en hacer, después, trampas, refiriendo, por ejemplo, a renglón seguido, que también existe una "ética de máximos". A nadie se le oculta que semejante concepción de la ética civil queda a radice devaluada y en precario, siendo puramente provisional.                                        

Puede definirse la tolerancia como una virtud social o ética de respeto por lo diferente (religiones, sexos, ideas, formas de vida, etc.). Respetar lo que sea diferente a uno implica reconocer el derecho de otros a la diversidad y, por ello, a su protección legal.

¿Respetarlo todo es lo mismo que permitirlo todo? Claro que no. Supondría, en principio, carecer de seguridad en las propias convicciones y ser inmoral en mis actuaciones.
Actualmente la tolerancia es un valor en alza, y tanto más cuanto que se desvalorizan los sistemas de sentido y fundamentación. Apenas hay ya grandes proyectos, ni convicciones firmes, no digamos absolutas, de tipo religioso, político o social. Esto lleva a la tolerancia de las ideas de cada uno porque unas no parecen más valiosas que otras. Lo que puede terminar en indiferencia general. Este es un gran peligro para la virtud de la tolerancia.

Tolerancia no significa renunciar a las ideas que uno considera válidas y que identifican lo correcto. Consiste en entender que mis convicciones no son la única y absoluta verdad. Esto me induciría a descalificar a las otras como falsas, impidiendo posibles enriquecimientos o correcciones a mi propia posición. Tolerancia es encontrarse y converger.

Otro peligro para las democracias es considerarnos satisfechos con la existencia de la libertad y la tolerancia, olvidando que lo que no sea un valor no es tolerable. Así, las desigualdades en los niveles de vida atentan contra la dignidad de los hombres.
Hay que introducir, entonces, la virtud de la justicia como igualdad (J. Rawls) para no convertir la tolerancia en represiva, al mantener las injustas desigualdades. Los países ricos tienen que ser solidarios con los países pobres, pues sin reciprocidad no puede haber tolerancia en sentido profundo. Tenemos aquí otro gran desafío ético.

"J.A. O sea que, si quisiéramos definir lo que es el comunismo actualmente para el que lo practica, ¿cómo lo haríamos?
J.M.Ll. Pues el extremo de la izquierda que antepone la justicia a la libertad.
J.J. Es decir que están dispuestos a perder la libertad, si hace falta...
J.M.Ll. Pero si la gente del pueblo no tiene libertad. La libertad es un lujo de unos cuantos en el mundo. El pueblo nunca ha tenido libertad, ni la ha deseado. Lo que ha deseado es la justicia. Lo que ellos buscan es que se les haga justicia. ¿Qué es la libertad para el que tiene hambre, para el que vive en una chabola?" (ABARCA ESCOBAR, J., Disculpad si os he molestado. Conversaciones con el Padre Llanos).

Dewey (Democracia y educación) se refería a la democracia moral o social, como la sabia que alimenta a la democracia política o forma de gobierno, para cultivar valores mediante la educación, porque no crecen espontáneamente, en lugar de buscar la dependencia del líder, que podría acabar en fascismos.

Rubert de Ventós propone una "ética sin atributos" (Ética sin atributos, Anagrama 1996) para aceptar la pluralidad irreductible, es decir los conflictos, incompatibilidades e intereses que conforman una vida y no son susceptibles de reducción ni armonización.
En las sociedades pluralistas actuales lo humano es cada vez más complejo y se presentará como proyecto a realizar, frente a modelos políticos simples y a morales absolutas con normas fijas y definitivas. Se trata de procesos dinámicos y provisionales, no de logros seguros y cerrados. Las normas se fragmentan y hay que abordarlas sin dogmatismos para hacerlas progresar en niveles superiores de resolución.
[www.blancahari.com]
El pluralismo es un valor que debe ser defendido, e igualmente la tolerancia, una virtud imprescindible, aunque sea "pequeña" y no "baste por sí sola" (Festscher, La tolerancia. Una pequeña virtud imprescindible para la democracia. Gedisa 1996, p. 161). Sin tolerancia no puede haber tampoco ciencia. De ello la historia de España es una prueba significativa.

Enseñar todo esto es necesario. Y también aprenderlo pronto y, en cualquier, caso antes de que sea demasiado tarde para que no nos pase lo que al Daniel de Delibes, cuando le sacan de su pueblo y de las cosas que quiere:

“A Daniel, el Mochuelo, le dolía esta despedida como nunca sospechara. Él no tenía la culpa de ser un sentimental. Ni de que el valle estuviera ligado a él de aquella manera absorbente y dolorosa. El progreso, en verdad, no le importaba un ardite. Y en cambio, le importaban los trenes diminutos en la distancia y los caseríos blancos y los prados y los maizales parcelados; y la Poza del Inglés, y la gruesa enloquecida corriente del Chorro; y el corro de bolos; y el gato de la Guindilla; [...]
Sin embargo, todo había que dejarlo por el progreso. Él no tenía aún autonomía ni capacidad de decisión. El poder de decisión le llega al hombre cuando ya no le hace falta para nada; cuando ni un solo día puede dejar de guiar un carro o picar piedra si no quiere quedarse sin comer. ¿Para qué valía, entonces, la capacidad de decisión de un hombre, si puede saberse? La vida era el peor tirano conocido. Cuando la vida le agarra a uno, sobra todo poder de decisión. En cambio, él todavía estaba en condiciones de deci­dir, pero como solamente tenía once años, era su padre quien decidía por él. ¿Por qué, Señor, por qué el mundo se organizaba tan rematadamente mal?” (­Delibes, M., El camino).

Julián Arroyo Pomeda