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jueves, 7 de noviembre de 2019

El olvido de los clásicos ha destruido la educación



A
caba de salir un trabajo de R. Moreno Castillo (“Los griegos y nosotros”, ediciones Fórcola) en el que analiza la causa principal de destrucción de la educación. Precede un prólogo muy breve del académico García Gual, en el que resalta el valor educativo de la cultura clásica, que el autor defiende con empeño y vivacidad. Coincide con él en que leer el pasado implica una base para la educación personal.
[www.forcola.es; portada]
Moreno reflexiona sobre algunos de los tópicos más populares acerca de la educación. Empieza por diferenciar la cultura griega de las otras culturas en que los griegos reflexionaron sobre lo que hacían, a lo que denomina filosofía. Esto fue el inicio del pensamiento crítico. Si nos olvidáramos de hacerlo así, regresaríamos a la barbarie. Así ha procedido la LOGSE, potenciando el declive educativo, aunque en esta libro no ofrece argumentos de tal afirmación. Su tesis es que somos griegos y solo desde ellos podremos entendernos nosotros. Conservemos su impronta para progresar. Atenas y Jerusalén conforman nuestra idiosincrasia cultural europea.

Echo de menos que no se ofrezcan razones de contenidos de las dos grandes afirmaciones anteriores, especialmente de la última, aunque comprendo que estamos ante un texto muy breve y no procede probar ahora estas tesis de mucho calado. Las raíces culturales de Europa parecen asentarse en los tres pilares o “productos más gigantescos del espíritu humano”, como escribió Zubiri (Naturaleza, Historia, Dios, al comienzo), de las leyes (Derecho romano) y la organización política, el descubrimiento del saber, la filosofía y la democracia, así como en la espiritualidad liberadora (tradición judeo-cristiana), sin que este orden siga necesariamente estos pasos exactos.

Uno de los tópicos es si en la escuela hay que dar formación o contenidos, aunque se trata de una falsa dicotomía, como la de inteligencia o memoria. Importa trabajar los dos conceptos equilibradamente. Hoy se habla mucho del espíritu crítico y de crear ciudadanos críticos. Para conseguirlo es imprescindible cultura, lectura e instrucción, de lo contrario será solo algo vacío. Formación sin contenidos doctrinales de las materias que se traten carece de sentido. Esto no es ser nostálgicos, sino realistas. Moreno discute el deseo del saber por naturaleza aristotélico y se inclina porque a lo que tendemos es a la supervivencia para lo que producimos saberes adecuados.

Otro tópico es el de libertad o autoridad. Hoy se lleva más lo primero, aunque después, paradójicamente, se quejen muchos de no poder contener a los adolescentes ni a los jóvenes, que hacen lo que les da la gana. El autor cree que la educación es autoritaria necesariamente. Esto, que parece tan drástico, lo muestra poniendo delante a la sociedad, que se encuentra organizada jerárquicamente en todos sus ámbitos. La clase la dirige también el profesor en su aula.

Vivimos ahora una profunda revolución tecnológica, por lo que el pensamiento tiene que inscribirse en esta cultura, aunque esto no signifique dejar al lado toda la cultura. Claro que hay un tiempo-eje y los inicios forman parte del mismo, pero me parece imprescindible abrir la perspectiva. También creo que no necesitamos cargar tanto las tintas sobre la LOGSE, aunque solo sea porque ya no está en vigor, habiendo sido sustituida por una nueva ley. ¿Por qué no consideramos también la actual LOMCE, que lo subordinada todo a lo tecnológico? A la filosofía le ha producido un hachazo considerable, orientando su función al mundo empresarial y organizativo. Propone pruebas de evaluación de opción múltiple, que podría corregir una máquina sin profesor que las valore, porque "la tecnología ha conformado históricamente la educación y la sigue conformando" (Preámbulo, XI).

El autor gana mucho cuando orienta sus reflexiones a propósito generales y pierde cuando se dirige drástica y duramente a pedagogías y psicologías constructivistas concretas. Superar enfrentamientos ideológicos es necesario para moverse en una perspectiva intelectual y debatir equilibradamente. Personalmente pondría el énfasis aquí y olvidaría lo demás. Exponer las propias posiciones es lo importante, sin repetir para que a uno le entiendan. Allá cada uno con sus líneas de trabajo, mientras yo plantee las propias con la documentación más adecuada. Los griegos sí, pero reinterpretados y releídos, como dice García Gual.

Dicho lo anterior, no me pace difícil deducir que no solo el desprecio por la antigüedad destruya la educación. Este es un costado que no voy a negar, pero creo que las causas son mucho más complejas. El humanismo en un sentido muy amplio, que incluye las lenguas clásicas y las modernas, pero también la literatura, la sensibilidad artística, el dibujo, la historia, la filosofía y hasta la educación física conforman a un ser humano completo. Es importante debatir sobre todos estos asuntos y este libro puede impulsar a ello apasionadamente.

Julián Arroyo Pomeda




jueves, 17 de noviembre de 2016

La vida como una vid torcida

[Portada del libro]

Recalcanti, M. (2016). La hora de clase. Por una erótica de la enseñanza. Traducción de Carlos Gumpert. Barcelona: Anagrama, 167 páginas.

Este es un trabajo elaborado con la pasión de los hechos que se han vivido y con el entusiasmo de quien ama la nseñanza tanto como para seguir creyendo que es una verdadera humanización de la vida. Se trata de un testimonio de quien ha tenido una biografía escolar mediana, más bien, pero que gracias a la labor de excelentes maestros se ha transformado por completo. Es un libro pequeño en extensión, pero grande de contenido.

Los detalles de los datos vividos son teorizados sobre la base de las doctrinas de Freud, Lacan, Deleuze y la fecunda lectura e interpretación del Banquete de Platón. El autor se sirve de ellos para hacer una profunda reflexión sobre la enseñanza, no en vano es psicoanalista y enseña actualmente en la Universidad de Pavía.

La introducción plantea con brevedad el tema y hace casi una llamada de socorro en favor de una Escuela que se ha extraviado por completo, prácticamente. "No respira, apenas cuenta ya en absoluto, renquea, es pobre, está marginada, sus edificios se caen a pedazos, sus profesores se ven humillados, frustrados, ridiculizados, sus alumnos han dejado de estudiar, Se muestran distraídos o violentos, defendidos por sus familias, caprichosos y procaces, su noble tradición está en irremisible decadencia. Decepcionada, angustiada, deprimida, no sólo nadie le otorga reconocimiento, sino que es criticada, ignorada, violada por nuestros gobernantes, que han recortado cínicamente sus recursos y han dejado de creer en la importancia de la cultura y la formación que ésta debe defender y transmitir" (página 11). El profesor, el padre, las personas adultas ya no son ninguna referencia y mucho menos su palabra. La época anterior ha terminado, no cabe añorarla, porque no va a volver. Hay una crisis sin precedentes. Y en medio de todo ello la Escuela tiene que seguir siendo la transmisora del saber: "debe mantener viva la relación erótica del sujeto con el saber" (página 13). No puede desaparecer, si queremos que perviva lo humano y no se extinga.

Pensemos en lo que ha sido capaz de hacer el neoliberalismo y su pedagogía liberal. Ahora se trata de enseñar a los estudiantes a resolver problemas, cuando lo que habría que hacer es enseñar a planteárselos. Nos encontramos aquí por "una concepción meramente cientificista y utilitarista del saber" (página 24). ¿Cómo hemos podido llegar a esto?

La Escuela, según Recalcanti, es consecuencia de tres complejos. La Escuela-Edipo era la tradición, la autoridad y la fidelidad al pasado. Todo estaba jerarquizado y se mantenía gracias a un modelo pedagógico correctivo-represivo. Al alumno había que formarlo (darle forma). Así, hasta las protestas del 68 y el 77, cuyo objetivo fue transformarla y cambiaria

Luego vino la Escuela-Narciso con la afirmación de uno mismo y la eliminación de cualquier límite. Los únicos objetivos son los del rendimiento y la competición, mientras "desfallece la palabra" (página 38). Se ha roto la relación profesores-padres, quedándose sólo el profesor, que busca compensarlo pareciéndose a los alumnos en un "falso igualitarismo" (página 37).

Por último, está la Escuela-Telémaco, que busca restituir la función del docente y reconstruir su figura para que pueda impulsar sueños en la juventud que los ha perdido. El ideal es ahora "el del maestro-testimonio que sabe abrir mundos a través del poder erótico de la palabra y del saber que ésta sabe vivificar" (página 45).

¿Cómo producir la ilusión escolar y movilizar el deseo de saber de nuevo? Para esto es necesario ser capaz de erotizar como Sócrates hace con Agatón en el Banquete de Platón, lo que no es tan fácil, puesto que no se trata de pasar la sabiduría de uno a otro como se hace con el agua de una copa llena a otra vacía. Los primero es producir el vacío, hacer sentir la carencia en el que no sabe, de tal modo que permanezca inquieto hasta llenarse. Este sería entonces el trabajo del docente: "Abrir vacíos en las cabezas, abrir agujeros en el discurso ya formado, hacer hueco, abrir las ventanas, las puertas, los ojos, los oídos, el cuerpo, abrir mundos, abrir aperturas no concebidas antes" (página 54). De esta forma se plantearía "el arrebato heroico hacia el saber”, porque "toda enseñanza [...] es profundamente erótica" (hacia 57).

Educar (de educere) es conducir por el camino correcto, pero también apartar del camino trazado hasta conseguir que uno mismo y por sí mismo desee saber y ame el conocimiento. Para conseguir esto no se puede invadir al sujeto: "¿Cómo puede hacerse brotar el deseo -el deseo de saber- cuando el aprendizaje del saber se vuelve obligatorio? ¿Cómo no convertir la obligatoriedad en un parásito mortal del saber? ¿Cómo, en última instancia, entrelazar el deseo con la Ley?" (página 78). En esto los profesores se encuentran solos, porque las familias a veces no existen y otras viven una existencia llena de angustia para ocuparse de este asunto. Y los estudiantes quieren ser autónomos e independientes cada vez más, desconectarse.

¿Dónde puede conseguirse todo esto? En la hora de clase, proclama Recalcanti con la más firme convicción. De aquí el título de su estudio. A pesar de los pesares, el individuo tiene que formarse, por cierto que "instrucción y educación supone una falsa alternativa" (página 94). Hay que recordar cuántas veces se ha metido la gamba en esto. El problema es que la hora de clase se encuentra en declive actualmente, porque los docentes están cargados de otras muchas tareas que no son la actividad didáctica: "La escuela de cualquier nivel parece haber quedado reducida a ‘examendería’" (página 99). Más todavía, porque, en definitiva, el docente acaba convirtiéndose en un psicólogo que tiene comprender al alumno para ayudarle en sus problemas de aprendizaje y convivencia y escuchar con toda paciencia sus confidencias. De este modo se ganará su plena confianza. Pero las cosas no son así: "En clase la confianza se genera cuando la palabra del docente se revela digna de respeto y sólo se vuelve tal si se apasiona por lo que enseña" (página 102).

En la Escuela la función del docente es enseñar, es decir, transmitir conocimientos durante la hora de clase con su propio estilo, sin falsas simetrías igualitarias: alumno y profesor no son iguales por mucho que pueda amar al sujeto que tiene que aprender el conocimiento. No sirve de nada en esto interactuar con los adolescentes y jóvenes, entretenerlos y distraerlos, porque así lo que evitamos es "el pensamiento crítico" (página 124), dado que lo que importa es el rendimiento y la eficiencia. Los jóvenes tienen que estar abiertos a pensar en medio de tantas incertidumbres y vacilaciones que nos rodean, igual que pasa con el maestro: "los límites del saber son los que animan el impulso del conocimiento" (página 139). No hay que temer equivocarse, porque a todos les ocurre, es mejor "hacer de nuestra vida una vid torcida" (página 163).

Es éste un libro magnífico que ningún docente debe dejar de leer y debatir, si ama su profesión y cree verdaderamente en la Escuela, precisamente en medio del drástico vértigo de la crisis envolvente. La productividad y el economicismo serán propios de las Empresas, pero la Escuela tiene otras funciones. Es muy peligroso confundir ambos niveles, aunque leyes y normativas se empeñan en convencernos de lo contrario, por desgracia. La palabra del maestro es capaz siempre de abrir las mentes y crear nuevos mundos. Para convencernos de ello sólo tenemos que observar y hablar con los niños en su más tierna edad. Enseñar y aprender son posibles por amor al saber, tienen algo erótico. Sin el maestro la sociedad no podrá humanizarse. Es hora de reconocer su trabajo en todos sus niveles por contribuir a que la vida y la existencia de cada uno tenga un mínimo de sentido. Y esto a pesar de no negar lo evidente, que en cuestiones educativas el horno no está para bollos.


Julián Arroyo Pomeda