[Portada del libro] |
Recalcanti,
M. (2016). La hora de clase. Por una
erótica de la enseñanza. Traducción de Carlos Gumpert. Barcelona: Anagrama,
167 páginas.
Este
es un trabajo elaborado con la pasión de los hechos que se han vivido y con el entusiasmo
de quien ama la nseñanza tanto como para seguir creyendo que es una verdadera
humanización de la vida. Se trata de un testimonio de quien ha tenido una
biografía escolar mediana, más bien, pero que gracias a la labor de excelentes
maestros se ha transformado por completo. Es un libro pequeño en extensión,
pero grande de contenido.
Los
detalles de los datos vividos son teorizados sobre la base de las doctrinas de
Freud, Lacan, Deleuze y la fecunda lectura e interpretación del Banquete de Platón. El autor se sirve
de ellos para hacer una profunda reflexión sobre la enseñanza, no en vano es
psicoanalista y enseña actualmente en la Universidad de Pavía.
La
introducción plantea con brevedad el tema y hace casi una llamada de socorro en
favor de una Escuela que se ha extraviado por completo, prácticamente. "No
respira, apenas cuenta ya en absoluto, renquea, es pobre, está marginada, sus
edificios se caen a pedazos, sus profesores se ven humillados, frustrados,
ridiculizados, sus alumnos han dejado de estudiar, Se muestran distraídos o violentos,
defendidos por sus familias, caprichosos y procaces, su noble tradición está en
irremisible decadencia. Decepcionada, angustiada, deprimida, no sólo nadie le
otorga reconocimiento, sino que es criticada, ignorada, violada por nuestros
gobernantes, que han recortado cínicamente sus recursos y han dejado de creer
en la importancia de la cultura y la formación que ésta debe defender y
transmitir" (página 11). El profesor, el padre, las personas adultas ya no
son ninguna referencia y mucho menos su palabra. La época anterior ha
terminado, no cabe añorarla, porque no va a volver. Hay una crisis sin
precedentes. Y en medio de todo ello la Escuela tiene que seguir siendo la
transmisora del saber: "debe mantener viva la relación erótica del sujeto
con el saber" (página 13). No puede desaparecer, si queremos que perviva
lo humano y no se extinga.
Pensemos
en lo que ha sido capaz de hacer el neoliberalismo y su pedagogía liberal. Ahora
se trata de enseñar a los estudiantes a resolver problemas, cuando lo que
habría que hacer es enseñar a planteárselos. Nos encontramos aquí por "una
concepción meramente cientificista y utilitarista del saber" (página 24).
¿Cómo hemos podido llegar a esto?
La
Escuela, según Recalcanti, es consecuencia de tres complejos. La Escuela-Edipo era la tradición, la
autoridad y la fidelidad al pasado. Todo estaba jerarquizado y se mantenía
gracias a un modelo pedagógico correctivo-represivo. Al alumno había que formarlo
(darle forma). Así, hasta las protestas del 68 y el 77, cuyo objetivo fue
transformarla y cambiaria
Luego
vino la Escuela-Narciso con la
afirmación de uno mismo y la eliminación de cualquier límite. Los únicos objetivos
son los del rendimiento y la competición, mientras "desfallece la
palabra" (página 38). Se ha roto la relación profesores-padres, quedándose
sólo el profesor, que busca compensarlo pareciéndose a los alumnos en un
"falso igualitarismo" (página 37).
Por
último, está la Escuela-Telémaco, que
busca restituir la función del docente y reconstruir su figura para que pueda
impulsar sueños en la juventud que los ha perdido. El ideal es ahora "el
del maestro-testimonio que sabe abrir mundos a través del poder erótico de la
palabra y del saber que ésta sabe vivificar" (página 45).
¿Cómo
producir la ilusión escolar y movilizar el
deseo de saber de nuevo? Para esto es necesario ser capaz de erotizar como
Sócrates hace con Agatón en el Banquete
de Platón, lo que no es tan fácil, puesto que no se trata de pasar la sabiduría
de uno a otro como se hace con el agua de una copa llena a otra vacía. Los
primero es producir el vacío, hacer sentir la carencia en el que no sabe, de
tal modo que permanezca inquieto hasta llenarse. Este sería entonces el trabajo
del docente: "Abrir vacíos en las cabezas, abrir agujeros en el discurso
ya formado, hacer hueco, abrir las ventanas, las puertas, los ojos, los oídos,
el cuerpo, abrir mundos, abrir aperturas no concebidas antes" (página 54).
De esta forma se plantearía "el arrebato heroico hacia el saber”, porque
"toda enseñanza [...] es profundamente erótica" (hacia 57).
Educar
(de educere) es conducir por el
camino correcto, pero también apartar del camino trazado hasta conseguir que
uno mismo y por sí mismo desee saber y ame el conocimiento. Para conseguir esto
no se puede invadir al sujeto: "¿Cómo
puede hacerse brotar el deseo -el deseo de saber- cuando el aprendizaje del
saber se vuelve obligatorio? ¿Cómo no convertir la obligatoriedad en un
parásito mortal del saber? ¿Cómo, en última instancia, entrelazar el deseo con
la Ley?" (página 78). En esto los profesores se encuentran solos,
porque las familias a veces no existen y otras viven una existencia llena de
angustia para ocuparse de este asunto. Y los estudiantes quieren ser autónomos
e independientes cada vez más, desconectarse.
¿Dónde
puede conseguirse todo esto? En la hora de clase, proclama Recalcanti con la
más firme convicción. De aquí el título de su estudio. A pesar de los pesares,
el individuo tiene que formarse, por cierto que "instrucción y educación
supone una falsa alternativa" (página 94). Hay que recordar cuántas veces
se ha metido la gamba en esto. El problema es que la hora de clase se encuentra
en declive actualmente, porque los docentes están cargados de otras muchas
tareas que no son la actividad didáctica: "La escuela de cualquier nivel
parece haber quedado reducida a ‘examendería’" (página 99). Más todavía,
porque, en definitiva, el docente acaba convirtiéndose en un psicólogo que
tiene comprender al alumno para ayudarle en sus problemas de aprendizaje y convivencia
y escuchar con toda paciencia sus confidencias. De este modo se ganará su plena
confianza. Pero las cosas no son así: "En clase la confianza se genera
cuando la palabra del docente se revela digna de respeto y sólo se vuelve tal
si se apasiona por lo que enseña" (página 102).
En
la Escuela la función del docente es enseñar, es decir, transmitir
conocimientos durante la hora de clase con su propio estilo, sin falsas
simetrías igualitarias: alumno y profesor no son iguales por mucho que pueda
amar al sujeto que tiene que aprender el conocimiento. No sirve de nada en esto
interactuar con los adolescentes y jóvenes, entretenerlos y distraerlos, porque
así lo que evitamos es "el pensamiento crítico" (página 124), dado
que lo que importa es el rendimiento y la eficiencia. Los jóvenes tienen que
estar abiertos a pensar en medio de tantas incertidumbres y vacilaciones que
nos rodean, igual que pasa con el maestro: "los límites del saber son los que
animan el impulso del conocimiento" (página 139). No hay que temer
equivocarse, porque a todos les ocurre, es mejor "hacer de nuestra vida
una vid torcida" (página 163).
Es
éste un libro magnífico que ningún docente debe dejar de leer y debatir, si ama
su profesión y cree verdaderamente en la Escuela, precisamente en medio del
drástico vértigo de la crisis envolvente. La productividad y el economicismo
serán propios de las Empresas, pero la Escuela tiene otras funciones. Es muy
peligroso confundir ambos niveles, aunque leyes y normativas se empeñan en
convencernos de lo contrario, por desgracia. La palabra del maestro es capaz
siempre de abrir las mentes y crear nuevos mundos. Para convencernos de ello
sólo tenemos que observar y hablar con los niños en su más tierna edad. Enseñar
y aprender son posibles por amor al saber, tienen algo erótico. Sin el maestro
la sociedad no podrá humanizarse. Es hora de reconocer su trabajo en todos sus
niveles por contribuir a que la vida y la existencia de cada uno tenga un
mínimo de sentido. Y esto a pesar de no negar lo evidente, que en cuestiones
educativas el horno no está para bollos.
Julián Arroyo Pomeda
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