Tan,
tan/ ¿Quién es?/ El otoño otra vez (F. García Lorca)
C
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uando sale una tarde soleada
no hay nada como un largo paseo por el parque. El más próximo a mi casa es el
Juan Carlos I de la Avenida de Logroño. Apenas en seis minutos se llega a esta
calle, basta con atravesar el semáforo y ya te encuentras en la subida
asfaltada que da acceso al parque, con una cascada artificial de agua no
demasiado limpia.
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A dos pasos de la entrada
parece que te saludan hospitalarios sendos cipreses que enmarcan el camino y un
conjunto de arbustos de hojas amarillas y naranjas, bordeando un pequeño
estanque. Aquí puede iniciarse ya la caminata a buen ritmo y con paso rápido.
Se tarda aproximadamente una hora en recorrerlo, siguiendo un extenso lago con
algunas docenas de patos y barquichuelas que navegan y sirven de entrenamiento
y diversión a jóvenes de buena musculatura.
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La música que te acompaña
puede ser clásica o pop español, entre otras posibles. La claridad y la luz te
embargan y el sol calienta solícito el rostro. Una corta carretera asfaltada, que
se bifurcará más adelante para que puedan correr las bicicletas, está adornada
por los dos lados con olivos, porque el terreno fue un olivar no hace mucho
tiempo. Unos están aliviados de su fruto, dado que amantes de las aceitunas las
han ido recogiendo en pequeñas bolsas, sin duda para ponerlas en agua y aliñarlos
convenientemente, y poder degustarlas tiempo después. Otros siguen cargadas de frutos
delgados o gruesos.
Al lado hay también un campo
de almendros japoneses, que en primavera se visten de flores lujuriosas y
espléndidas, en cualquier caso. Los jardineros cuidan el parque, cumpliendo
diariamente con su trabajo. Sólo en sábados y domingos se dan breves alfombras
de hojarasca amarillenta, ya que el fin de semana descansan. El lunes se les ve
recogerlas de nuevo con mucho afán, casi tanto como cuando, sentados en el
césped a media mañana, dan buena cuenta de sus bocadillos o del contenido de sus
tupperware, porque el que consume energía necesita, igualmente, reponerla para
aliviar su estómago.
Por el parque siempre se ven
ciclistas, familias con niños, runners, pájaros, perros con sus dueños, a veces
conejos correteando y, en general, gente disfrutando del paseo en solitario o
en grata compañía. Hay suficientes fuentes de agua potable para saciar la sed y
abundantes campos y colinas de césped, que se alimentan de agua no potable,
tomada del mismo parque.
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Los niños tienen sus
rincones reservados con muchos juegos. Igualmente, hay lugares para que se
entretengan los perros. La flora es abundante y suele tener rótulos para
conocer su especie y los nombres técnicos, así como los vulgares. Hay lugares
temáticos, como el espacio de las tres culturas, o el de las estatuas, entre
otros. También existen colinas dedicadas a diversos países con arquitecturas
que se exhiben orgullosas ante los paseantes.
En el lago hay siempre peces
y en diversos lugares pescadores de caña que esperan pacientemente, a veces en
su sillita a ver si pican. Cuando lo hacen, son inmediatamente devueltos a su
hábitat propio, porque nadie puede llevárselos para cocinarlos. También abundan
las palomas, que inundan el camino, bastante desvergonzadas ellas. Los niños
pequeños corren detrás para agarrar las, pero saltan y no se dejan. Algunos se
quejan ante la mamá o el papá que los consuelan en vano, tirándolos trocitos de pan para que
se arremolinen de nuevo y el niño sonría otra vez.
No se ven parejas
acurrucadas en el césped en el otoño, porque, incluso con sol, empieza a
sentirse ya el frío. Ha llegado la estación otoñal, que se muestra orgullosa en
el dorado de los árboles que parecen pintados por ese pintor tan natural y
original que vuelve siempre año tras año.
A veces puedes cruzarte en
el parque con algunos vecinos, que echan media mañana distraídos en él. Si se
cansan, tienen bancos disponibles para sentarse un rato. Son personas en su
retiro laboral, del que nadie se queja, que pueden tener una pensión corta,
pero que son multimillonarios en tiempo, porque disponen de todo el que se les
antoja, mientras sus nietos se están formando en el colegio cercano hasta las
primeras horas de la tarde en que terminan para volver a casa de su mano. El
ritmo vital es ahora muy distinto. Prisas y estrés laborales van
desapareciendo con lentitud. Lejos quedan los tiempos en que más de uno deseaba
aburrirse, o marcharse de vacaciones de verano o de invierno, porque sólo hace
falta disponer de algunos recursos para desaparecer unos días, cuando apetezca.
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La vida sigue también en el
tiempo precioso del otoño. A veces lamentamos que sea tan corta esta estación
que el verano se encarga de robar con su alargamiento, o se la arrebata el
invierno que muchos años le muerde como si no quisiera, pero no puede pasar
desapercibido. El frío invierno y el cálido verano no suplen, ciertamente, la
frescura reconfortante de la temporada otoñal. El otoño tampoco puede renunciar
a su propia identidad.
Huizinga, el historiador
holandés, publicó en 1919, aunque se tradujo entre nosotros en 1930, una obra
considerada pionera en su campo, El otoño
de la Edad Media, que consideró la mentalidad medieval como decadente, sin
vitalidad y con formas religiosas meramente externas. Véase un fragmento muy
expresivo: "El fuego del odio y la violencia se eleva en altas llamaradas.
La injusticia es poderosa, el diablo cubre con sus negras alas una tierra
lúgubre, y la humanidad espera para en breve el término de las cosas".
Resultan duras estas ideas de Huizinga y uno está tentado por compararlas con
la época actual en que vivimos, puesto que no puede negarse que estamos,
también ahora, rodeados de odio y violencia, no digamos la injusticia, ni de
una humanidad que cuenta con todas las posibilidades de derrumbarse. Los
bárbaros han llegado hace algún tiempo y habitan entre nosotros. Pero no
deberíamos ponernos tan tétricos, mientras escribimos sobre paseos otoñales. El
otoño de la vida no es ya la primavera, desde luego, pero tampoco es un
invierno.
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Hay que seguir dando
caminatas otoñales y pensando entre coloridos amarillo-rojizos que, aunque nada
impulsa a recrear las ideas, tampoco tenemos ningún derecho a renunciar a las
mismas. El pensamiento tiene manos. Los haces de ideas, o ideologías, no han
muerto, ni estamos en el final de la historia. Por el contrario, las utopías
son razonables y necesarias para poder cambiar todo lo malo que encontremos en
la sociedad. Ellas son la esperanza que alimenta -también ahora- a los seres
humanos, porque constituye la condición de posibilidad de su existencia.
El otoño es un buen momento para
soltar los lastres que ha podido dejar el verano, expulsar los sudores sufridos
y limpiarse de tantas presunciones y bronceados estivales. Es una buena ocasión
para que se evapore la ingesta de líquidos y alcoholes a los que casi nos
obligan los calores. Es también el tiempo de alimentarse bien con materias
sustantivas, siempre con moderación, que el organismo agradecerá. Y a quienes
les gusten las setas que aprovechen para disfrutar de estos pequeños, pero
sabrosos manjares de la buena tierra, si tenemos la suerte de que acompañan
algunas lluvias.
Julián
Arroyo Pomeda
Nota: Todas las ilustraciones son del parque Juan Carlos I (Madrid)
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